CRÍTICA DE LA CATEGORIA DE PROGRESO: UNA LECTURA POSTCOLONIAL

Por: Damián Pachón Soto

Universidad Santo Tomás y Nacional de Colombia.

(damianpachon@hotmail.com)


“La estupidez, la picardía crecen: esto lo trae consigo el progreso”

NIETZSCHE (1958, p. 25)

Presentación.

En una conferencia de 1962 titulada Progreso, Theodor Adorno sostuvo:

“La imagen de la humanidad en su progreso recuerda a un gigante que, tras sueño inmemorial, lentamente se pusiese en movimiento, luego echase a correr y arrasara cuanto le saliese al paso” (2003, p. 34-35).

Esta metáfora, en efecto, refleja bien el dictamen sobre el progreso al cual ha llegado la humanidad a comienzos del siglo XXI, en especial, después de haber visto los resultados prácticos que en la historia ha tenido el género humano alumbrado en su marcha por tal idea. El progreso hace siglos es parte constitutiva de la modernidad y ésta aparece hoy, todavía, a pesar de la crítica posmoderna, como el único modelo de civilización posible. Por eso es necesario hoy hacer una revisión de esa idea, de su carácter mitológico y mostrar qué debe entenderse por progreso en estos nuevos tiempos, tiempos en los cuales el hombre parece iniciar su descenso a la tierra de la cual surgió, un descenso que significa su sepultura definitiva.

En este ensayo rastreo, en primer lugar, los orígenes de la idea de progreso en la cultura occidental cristiana, su desarrollo a partir del siglo XVII y su crisis en la modernidad tardía. En segundo lugar, muestro que la idea de progreso que invadió las ciencias humanas en la modernidad legitimó una mirada colonial sobre el hoy llamado Tercer mundo. En este sentido, el progreso llegó a ser un dogma constitutivo de lo que Enrique Dussel llama “el mito de la modernidad”. La Ilustración europea es prueba fehaciente de ello. En tercer lugar, intentaré una redefinición de la categoría de progreso a través de lo que llamo una “Forma-vida-orgánica”, más precisamente, mostraré los contenidos que debe tener ésta categoría en el mundo globalizado, complejo, multicultural… y abocado a la posible destrucción, al posible regreso a un cosmos totalmente silente.

1. La idea de progreso en la cultura occidental-cristiana.

En su bello libro “El hombre y lo divino” la filosofa española María Zambrano sostuvo: “En Platón, la filosofía queda en utopía” (2007, p. 99). Esta verdad bien sabida en la historia de la filosofía se desprende del dualismo platónico entre el mundo sensible y el mundo de las Ideas o Formas. Este dualismo es el que aparece en la teoría política que Platón expone en la República. El rey filósofo, el gobierno de los sabios, la ciudad ideal que Platón crea como utopía, se va a convertir en San Agustín en el dualismo Ciudad terrena y Ciudad de Dios. Así como entre el mundo sensible y el mundo de las Ideas el hombre debe recorrer un camino, según la metáfora de la línea que Platón expone en el libro VI de la Repúbica (484a-511e), en San Agustín se abre una distancia entre la tierra y el cielo, entre dos ciudades en que se encuentra el hombre. El espacio entre ambas ciudades es el mundo histórico, el mundo en que el hombre debe hacerse para redimirse. Con todo, esa distancia entre la realidad y el deseo-el mundo anhelado y soñado- es propiamente lo que se llama utopía. Así como en Platón la salida de la caverna- de las sombras- a la luz es un ascenso, es un paso hacia la Idea suprema, la Idea del Bien, el paso de una ciudad a la otra significará la “salvación”. El alcanzar el lado superior del dualismo es lo que se llama progreso. Ahí nacen también las “filosofías de la historia”. Toda filosofia de la historia nace, dicen Cioran y Albert Camus, de una representación cristiana, de una copia del paraiso que se pierde y del paraiso que se quiere. Pero este deseo no es tan fácil de materializar. Por eso Adorno ha dicho que:

“Lo grandioso de la doctriana agustiniana reside en haber sido la primera. Contiene todos los abismos de la idea de progreso […] Su estructura expresa crudamente el carácter antinómico del progreso” (2003, p. 31).

¿A qué se refiere Adorno cuando habla del “caracter antinómico del progreso”? Desde luego al papel del plan divino, al telos de la historia: la redención, y a la tensión entre redención e historia que apunta a la superación del mundo histórico. Es decir, en Agustín la salvación se materializa por fuera de la historia, en un mundo que no es éste. Ahí aparece la contradicción.

En la Agonía de Europa de María Zambrano podemos encontrar una mayor aclaración. Ella ha dicho: “San Agustín ha sido el padre de Europa, el protagonista de la vida europea” (2000, p. 66), pues:

“La ciudad de Dios […] es la ciudad eterna que se opone a la ciudad de los hombres, es la ciudad donde mora la verdad, pero el corazón europeo se ha enamorado de ella y quiere realizarla. La quiere edificar aquí, abajo, en el tiempo. Y el imposible de toda la historia es haber querido la ciudad de Dios; eso ha hecho su historia tan sangrienta y sembrada de catatrofes, tan inquieta. Es la ciudad de Dios paradigma de toda la cultura europea […] Y ha estado, más que en parte alguna, en el interior de las utopías políticas y de las más extremas que se han llamado revoluciones. La revolución como idea, como anhelo que abarca a todas las clases de revoluciones que la mente ha construido, es hija de ese afán de resucitar el mundo en la ciudad de Dios” (2000, p. 83. Supresiones mías, D.P).

Aquí encontramos, a mi parecer, la clave para entender la idea de progreso en la “tradición Occidental-cristiana”. Ese dualismo antiguo y el acercamiento a la categoría superior, más valorada, contiene la idea de utopía, pero también, junto a ella, aparece la idea de revolución que no es otra cosa que apurar la llegada- por medio de la acción- a la realidad deseada. Pero, ¿de dónde surge la calamidad, la catástrofe? Surge, precisamente, para el mundo humano en que el hombre no puede realizar el paraiso en la tierra. Aquí se encuentra el carácter problemático de la idea de progreso, de la idea de la historia misma: una constante lucha por salvar al hombre en un lugar donde es insalvable, pues en la ciudad terrena el hombre es, a lo sumo, perfectible, pero no de forma absoluta[2]. Ese proceso siempre será inalcanzable y cada vez que el hombre crea estar cerca de él, lo reemplazará por un nuevo ideal de perfección. Es un proceso infinito. Ahora, y en el mismo sentido, en el dualismo antiguo mencionado- en el de Agustín- encontramos la idea de progreso como salvación, como redención; encontramos su vínculo con la historia y con la inquietud, es decir, con el movimiento. Estas ideas pasaran a la modernidad, pero secularizadas.

En la Edad Media, una edad de sueño eterno, de aparente calma y quietud, una “Forma-vida” donde el hombre tiene impreso el orden del mundo en el pecho, donde su interioridad está llena con lo hecho por Dios, la idea de progreso parace no tener mayor materialización en el tiempo mundano. Parece ser así debido a la modorra del espíritu acomodado en un orden preestablecido. Esto en contraposición a la idea de progreso que está relacionada con el movimiento, la avidez, la acción, la proyección del hombre por medio de ideales. Con todo, tras el inicio de la destrucción de la “Forma-vida” medieval y el nacimiento de la “Forma-vida burguesa”, hecho que se posibilita con la invasión a tierra Santa en el año 1071 y con las cruzadas iniciadas en el año 1099, el panorama cambiará totalmente. Pues lo que se incia con las cruzadas desembocará en una locura frente al mundo, un deseo irrefrenable de hacer, un “hacer maniatico”, como si el hombre tuviera afán de algo, como si quisiera agotar todo y realizar el fin de los tiempos en el presente. Sólo esa nueva actitud frente al mundo posibilitó el comercio en el Mediterráneo; sólo así se fundaron las ciudades mediterráneas; sólo eso hizo posible esa edad bisagra entre el quietismo medieval y la “locura del hacer” moderno: el Renacimiento. Éste no hubiera sido posible sin la filosofía griega cultivada en el mundo oriental, tan frecuentemente ocultado por la construcción filosófica e historiográfica europea. Santo Tomás de Aquino mismo no hubiera alumbrado la escolástica sin esa tradición antiguo-oriental.

Ahora, desde el siglo XI se construye la mentalidad burguesa o más precisamente lo que llamaré la “Forma-vida-frenesí”. Una mentalidad profana, naturalística, una mentalidad que poco a poco va mantando a Dios y va liberando al individuo. Una liberación que lo desgarrará del mundo, y como dice Lucien Golmann, de la comunidad; proceso posibilitado por el racionalismo (1998, p. 31). El dinero y la razón, el mercado y una nueva mentalidad construirán la nueva “Forma-vida”, destruyendo la contextura que envolvía el viejo mundo medieval. Sólo esto hace posible el nacimiento de las ciudades, las universidades, el comercio con Oriente, el renacer del arte y del mundo grecolatino, la política como técnica en Maquiavelo, la banca, pero, especialmente, fue esa nueva “Forma-vida aventurera” la que posibilitó los descubrimientos de los siglos XV y XVI sin los cuales la modernidad europea como la conocemos no hubiera sido posible. Dentro de estos descubriminetos el de América es sumamente relevante, pues como ha dicho Enrique Dussel, la modernidad nació realmente en 1492 con el nuevo “Sistema-mundo”, una modernidad que tiene un origen Atlántico (2007, p. 186 y ss). A este tema volveremos al tratar la visión decolonial del progreso.

El progreso en la visión tradicional de la modernidad.

“El progreso es en sí mismo desmesurado e insaciable:

entre más se alcanza, más se exige y se anhela”.

Karlt Löwit (1964, p. 266)

Los descubrimientos de nuevas tierras, los avances técnicos en la navegación, la cartografía, así como los avances en astronomía, etc., que se produjeron durante El Renacimiento cristalizan en el siglo XVII en la mentalidad de Galileo Galilei, René Descartes y Francis Bacon. Todo este proceso fue posible por lo que se ha llamado con Max Weber “el desencantamiento del mundo”, o “desmagicalización de las imágenes tradicionales”, esto es, son producto de la profanización y la racionalización de la nueva realidad. Pero esa mundanización de la vida sólo fue posible con un encumbramiento del hombre, la conciencia de su papel protagónico en el mundo, en la historia. Esa mundanización de la vida significó el paso de la trascendencia a la inmanencia. Ahora, es el hombre el nuevo Dios que sustituye con su “obrar maniático” al viejo Dios medieval. El hombre animado por la naciente mentalidad frenética del capital se lanzará a la conquista del mundo, de su entorno y de la naturaleza que lo vivifica. En el caso de los protestantes esta profanización de la vida no significó problema alguno. Ellos conciliaron a Dios con la nueva mentalidad intramundana burguesa. Dice Max Weber en su fundamental Economía y sociedad:

“Y como el éxito en el trabajo constituye el síntoma más seguro de que es del agrado de Dios, la ganacia capitalista es uno de los más importantes indicios de que la bendición divina ha caído sobre la empresa comercial” (2004, p. 928).

Esas transformaciones que se venían gestando en los siglos precedentes adquieren formulación filosófica y teórica en los ya mencionados Descartes, Bacon y Galileo. Newton será el pináculo de este proceso. Francis Bacon dirá en su Novum Organum (1620), libro en que la disputa con Aristóteles es clara, que: “La ciencia del hombre es la medida de su potencia, porque ignorar la causa es no poder producir el efecto. No se triunfa de la naturaleza sino obedeciéndola…” (1984, p. 33). Bacon no sólo relacionó el poder con el saber, sino que quiso hacer posible la materialización de todas las potencias humanas. Al poner la experimentación como base del conocimiento sentaba, junto con la matematización del mundo pregonada por Galileo Galilei, las bases de la ciencia moderna, una ciencia donde la teleologia de Aristóteles ha desaparecido, donde la naturaleza, el hombre y el mundo son una máquina que hay que desentrañar, urgar hasta lo más ínfimo, para sacarle sus secretos y utilizarlos para dominar la realidad. En Bacon encontramos el deseo de domar casi como una patología…una obsesión.

El Discurso del método, al cual tal vez con injusticia se le ha hecho acreedor de las desgracias de la modernidad, es sólo la formalización de la mentalidad práctica que la “Forma-vida-frenesí”, una vida con ambiciones desmedidas, ha impuesto sobre el mundo. Descartes habló de un método, donde importan las “ideas claras y distintas”, cuyo modelo de conocimiento es la matemática. Con él, la máquina (la res extensa) debe ser matematizada. Aquí están sentadas las bases del único conocimiento verdadero, universal, absoluto, de todos los tiempos y, al parecer, con la pretensión de eternidad. Es el nacimiento de la ciencia natural moderna, que alumbrará un siglo después a la técnica. Con la unión de ciencia, técnica, capitalismo y Estado moderno, el hombre inició la fagocitosis del mundo o, más precisamente, con esa conjunción se da inicio al “suicidio del hombre”.

El nacimiento de la “ciencia natural moderna” y los avances de la época, como el descubrimiento de la circulación de la sangre -que tanto influyó en la visión política del célebre Thomas Hobbes- rebosaron de optimismo al nuevo hombre mundano. En todos esos cambios renacieron los viejos principios del progreso esbozados en el dualismo agustiniano. El hombre sintió que había salido de la oscuridad y que se había lanzado con la antorcha de la razón y la conciencia a la conquista del cosmos y de la polis, esto es, de la naturaleza y la historia. Eso lo vio como un ascenso a una forma superior de humanidad. Ese salto era el progreso; un proceso relacionado con la idea de perfectibilidad humana, de avance, de movimiento y, ante todo, una idea alimentada por la creciente conquista de la naturaleza que parecía confirmar el optimismo frenético del hombre despegado del viejo Dios opresor y de la mentalidad feudal quietista.

Desde entonces la idea de progreso invadió todas las regiones de la vida humana. Surgió la pretensión de dominar la naturaleza y la historia o lo que el filósofo Stephan Toulmin denominó “el proyecto cosmópolis” (Castro-Gómez, 2007, p. 23-25). En efecto, en el clásico libro La filosofía de la Ilustración dice Ernst Cassirer:

“Desde un principio la filosofía del siglo XVIII trata el problema de la naturaleza y el histórico como una unidad que no permite su fragmentación arbitraria ni su disgregación en partes. Ensaya hacer frente a los dos con los mismos recursos intelectuales: aplica el mismo modo de plantear el problema y la misma metódica universal de la razón a la naturaleza y a la historia” (2002, p. 224).

Es decir, en este siglo ya se ha recogido el principio empirista de utilizar el mismo método en las ciencias de la naturaleza y en las posteriormente llamadas “ciencias del espíritu”. Este fue un claro antecedente del positivismo reinante hasta hoy para el cual sólo es ciencia lo medible, cuantificable. Es el nacimiento de la “dictadura del número y de los hechos”.

Una vez convertida la ciencia natural en el único modelo de conocimiento, la categoría de progreso invadió todas las ciencias: la economía, la historia, la filosofía, etc. La “oda filosófica a la idea de progreso” se daría en el siglo XVIII. Aquí encontramos textos tan significativos como: Idea de una historia universal en sentido cosmopolita de Inmanuel Kant, que junto con otros de sus textos, por ejemplo, el célebre Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? De 1784, están atravesados por la idea de progreso; asimismo Esbozo de un panorama del progreso del espíritu humano de Condorcet y Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano de Turgot, entre otros.

El eco del progreso llegaría a Hegel, Comte y Marx. En Hegel el espíritu es la razón expuesta en el tiempo, es el progreso mismo de la libertad, es la providencia, la historia. Su punto de partida se dio en Oriente y culminó en Alemania después de haber pasado por el mundo antiguo. En Hegel, pues, el movimiento de la omnipotente razón, la “razón pulpo”, es progresivo en sí mismo. En Marx, en muchos aspectos su heredero, el progreso se refiere a las condiciones materiales de existencia, pero él termina acogiendo la antigua versión al ensalzar la ciencia y el desarrollo de las fuerzas productivas.

En general, la Ilustración es la oda a la razón moderna, a la ciencia, a la naciente técnica, a la idea de progreso. Sólo Rousseau no fue tan ingenuo. La idea de progreso se extendió por todo el siglo XIX y en todos los campos. La idea recibió un gran espaldarazo cuando en 1859 se publicó el influyente libro El origen de las especies de Charles Darwin. Sin quererlo, Darwin alimentó uno de los grandes dogmas de la modernidad. Esa idea de progreso se extendió poco a poco por todo el orbe y gracias al liberalismo y al positivismo llegó a América más o menos desde la segunda mitad del siglo XIX. El postulado de este positivismo progresista puede ser éste: el mundo no necesita metafísica, sólo ciencias, números, bienestar material e industria. Tenía razón Ernst Jünger cuando se refirió al progreso como: “la más grande iglesia popular del siglo XIX” (1988: 198).

Ya en pleno siglo XX, tras la Primera Guerra Mundial, y tras los ataques que Nietzsche había atinado a toda filosofía de la historia, lo que de suyo incluía la destrucción de la idea de progreso, la intelectualdiad europea empezó a criticar tal categoría. Como ha dicho Karl Löwit, el progreso se convirtió en una especie de calamidad, en una fatalidad y eso se debe a que “el físico ocupa ahora el puesto del teólogo, gracias a los tremendos éxitos del progreso científico: el progreso planeado ha tomado la función de la providencia” (1964, p. 274).

La nueva religión empezó a ser cuestionada en el alba del siglo pasado, cuando las filosofías de la vida, entre otros movimientos intelectuales, denunciaron el ahuecamiento del espíritu (Georg Simmel) que la “Forma-vida frenética- burguesa” imponía con su industrialismo, materialismo, pragmatismo, economicismo y cientifismo. Con todo, la crítica a este principio de la modernidad continuó tras la Segunda Guerra Mundial y en la llamada posmodernidad, donde se lo relacionó- siguiendo a Lyotard- con un “metarrelato”. En la segunda mitad del siglo XX, tras el fracaso de las promesas de la modernidad- bienestar, libertad, igualdad, fraternidad, etc.- gran parte de la intelectualidad enfiló sus baterias contra esa ideología optimista. Ya se era más consciente- tras Hiroshima y Nagasaki- que el progreso tiene dos caras: en unos casos se avanza y en otros se retro-progresa. El progreso no fue visto como algo absoluto, sino como indices de mejoramiento en algunos aspectos de la vida social.

Para terminar esta parte, quiero aludir a un texto insoslayable cuando de hablar del progreso se trata. Me refiero a la tesis IX de sus Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin, quien días antes de suicidarse en 1940 en los Pirineos, por presión de la Gestapo, alcanzó a dejar unas notas que luego Hannah Arendt entregó a Theodor Adorno. Es un texto donde el progreso mismo es visto como catástrofe histórica, donde la historia es la fatalidad en aumento. Aquí el huracán es el progreso y las ruinas son sus víctimas, unas víctimas que tal vez, como dijera Marcuse en Eros y civilización, ya no pueden ser redimidas ni siquiera por el “advenimineto último de la libertad”.

De una manera metafórica, pero muy profunda, y utilizando un cuadro de Klee como pretexto, Benjamin nos dejó este bello párrafo:

“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste debería ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruinas sobre ruinas, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremisiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso (Benjamin, 1973, I, p. 183).

1. Lectura decolonial de la categoría de progreso.

Desde la actual Red Modernidad/colonialidad, también conocida como “Teorías decoloniales”, cuyo semblante general y teórico ya expuse en otra parte (Pachón, 2008a, p. 8-35), y siguiendo en parte las contribuciones del sociólogo norteamericano Inmanuel Wallerstein y al filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, es posible plantear una severa crítica a la categoría de progreso. Así mostraré que el progreso es una categoría relacionada con la mirada colonial sobre la periferia de Europa, más precisamente, que la categoría de progreso tiene una dimensión colonial y por lo mismo violenta. Veamos, entonces, cómo desde el pensamiento actual, postcolonial y latinoamericano, es posible tal crítica, para así derribar la versión mítica de la categoría de progreso que enarboló como bandera Europa desde el siglo XVII.

La tesis principal que ha sostenido Enrique Dussel en múltiples de sus textos es que la modernidad no nació en el siglo XVII, ni en el XVIII como sostiene la tradición eurocéntrica. La modernidad no es la linea continua Grecia-Roma-Edad Media-Renacimiento- Reforma- Siglo XVII-Ciencia natural moderna-Ilustración. Esa es una construcción ideológica de los románticos alemanes del siglo XVIII que pusieron a Grecia en el comienzo de su cultura, entre ellos, Hörderlin y Goethe. El pináculo de esa visión se encontrará en el eurocentrismo de Hegel en su famoso libro Lecciones sobre filosofía de la Historia Universal. Esa lectura es eurocéntrica al igual que la división de la historia en Edad Antigua, Media y Moderna. En esta lectura de la “Historia Universal” América y África quedan por fuera. De tal manera que esa historia no es universal sino más bien, es la propia provincianidad de Europa elevada a una falsa universalidad (Dussel, 1994).

En 1492 Europa era, para Dussel, una provincia de lo que él llama el Sistema interregional III, que abarcaba desde la China, pasando por la India, hasta Oriente y gran parte de África. En ese sistema interregional había una gran actividad comercial. Por eso, tras la toma de constantinopla en 1453, 42 años antes del descubrimiento, Europa quería reestablecer el comercio con esa gran zona ubicada a su oriente. Al no poder realizar ese contacto por las vías tradicionales, se aventuran por el Occidente. En esa aventura América aparece en el horizonte. Ahí cambiará todo.

En el siglo XV Europa es, pues, una provincia frente al mundo oriental y frente al Imperio árabe que sólo fue derrotado en Lepanto en 1571. Pero con el descubrimineto de América se formo lo que Dussel llamó el “Imperio-mundo” en manos de Portugal y España. Sólo después el Imperio-mundo se constituyó en lo que Wallerstein llamó “Sistema-mundo”. Ese “Sistema-mundo” indica que por primera vez el mundo está conectado de Oriente a Occidente y de Norte a Sur. A partir de ahí, y gracias al oro de América y a algunos avances en la navegación, Europa saca una ventaja comparativa y logra imponerse sobre chinos y árabes. Antes de 1492 Europa nunca fue “centro”.

La modernidad no es, pues, un producto intraeuropeo, exclusivo de Europa, sino que se constituye en contacto con todo el mundo. En esta época, por ejemplo, ya se ha alimentado técnica y filosóficamente del mundo árabe y de sus filósofos (averroes, Maimónides, etc.), aspecto usualmente ocultado por la historiografía europea. Lo mismo sucede con América, la cual aparece alimentando el capitalismo europeo centrado en Inglaterra tal como lo expuso el mismo Marx. Pero no es posible dejarse convencer por esa mirada unilateral, pues la modernidad tiene su “lado oscuro”, su “otra cara”. El lado oscuro de la modernidad es, como ha sostenido Walter Mignolo, “la colonialidad”. No hay modernidad posible sin colonialismo. El colonialismo no es posterior a la modernidad, pues ésta ni siquiera existe para la época en forma definida, sino que colonialismo y modernidad son “dos caras de la misma moneda”. Ambos se constituyen a la vez o co-constituyen. Sin el colonialismo, Europa nunca hubiera podido centrar el monopolio hegemónico del capitalismo, el cual fue fundamental para el proceso de nacimiento del Estado y las ciencias humanas en Europa, tal como lo vio Michel Foucault, quien, sin embargo, no se percató de la dimensión colonial del nacimiento de esas ciencias.

Esto le permite decir a Dussel y a las teorías decoloniales que existen dos modernidades. La primera nace con el descubrimiento y se extiende a lo largo del siglo XVI. En esa modernidad Europa construye su subjetividad en contraluz del hoy Tercer mundo, de la periferia, a la vez que se apropia de su riqueza y explota mano de obra gratis y barata, junto con materias primas. En el siglo XVI Europa aprende de la experiencia colonial portuguesa-española, conocimientos que les serán útiles a futuros países coloniales como Holanda, Francia e Inglaterra que sustituirán a la península ibérica ya a partir del siglo XVII.

Toda la experiencia técnica del siglo XVI le servirá a Europa. Es esa mentalidad la que se formaliza en el siglo XVII con filósofos como Descartes. A partir del siglo XVII se va formando la Segunda modernidad, usualmente conocida como la Ilutración. De tal manera que es ésta segunda modernidad la que Europa normalmente reconoce. Así oculta la experiencia colonial del siglo XVI, con lo que oculta a su vez, el papel de América y otros pueblos en la constitución misma de esa modernidad. Con este ocultamiento Europa invisibiliza la experiencia del colonialismo. Así, para ellos, el colonialismo europeo sobre el resto del mundo en el siglo XVI- también en el siglo XVII- no tiene nada que ver con la modernidad, lo cual es, desde luego, una mirada recortada y amañada.

Ahora, es a partir de 1492 y en especial durante el siglo XVI cuando se forma lo que Dussel llama el mito eurocéntrico de la modernidad. Este consiste en lo siguiente:

“El mito podría describirse así: a) la civilización moderna se autocomprende como más desarrollada, superior (lo que significa sostener sin conciencia una posición ideológicamente eurocéntrica). b) La superioridad obliga a desarrollar a lo más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral. c) El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa (es, de hecho, un desarrollo unilineal y a la europea, lo que determina, nuevamente, sin conciencia alguna, la “falacia desarrollista”). d) Como el bárbaro se opone al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer en último caso la violencia si fuera necesario, para destruir los obstáculos de tal modernización (la guerra justa colonial). e) Esta dominación produce víctimas (de muy variadas maneras), sacrificio que es interpretado como un acto inevitable, y con el sentido casi ritual del sacrificio; el héroe civilizador inviste a sus mismas víctimas del carácter de ser holocaustos de un sacrificio salvador (del colonizado, esclavo africano, de la mujer, de la destrucción ecológica de la tierra, etc.). f) Para el moderno, el bárbaro tiene una culpa (el oponerse al proceso civilizador) que permite a la modernidad presentarse no sólo como inocente sino como emancipadora de esa culpa de sus propias víctimas. g) Por último, y por el carácter civilizatorio de la modernidad, se interpretan como inevitables los sufrimientos y sacrificios (los costos) de la modernización de los otros pueblos atrasados (inmaduros), de las otras razas esclavizables, del otro sexo por débil…” (1994, p. 175-176).

Lo que Dussel llama “Falacia desarrollista” es en realidad la categoría de progreso. En este caso, una vez Europa se autoproclama superior, todos los pueblos del orbe deben seguir sus pasos: en lo económico, político, filosófico, etc. El asunto que queda por mirar es, ¿cómo se interpreta la categoría de progreso en esta época? La respuesta es más simple de lo que parece.

Con los cronistas, se difunde una determinada visión de los indígenas de las periferias en Europa. En un comienzo, esta vida parece paradisiaca al europeo. Se llega a resaltar la pobreza y desnudez de los indios, pero poco a poco, se va imponiendo una visión del indígena como un ser hereje, desmoralizado, bárbaro, primitivo, cuyas instituciones sociales, políticas, económiocas, aparecen de suyo como inferiores frente a las españolas y protuguesas y, posteriormente, frente a toda Europa. Sus conocimientos, sus cosmovisiones, imaginarios, sus epistemologías aparecen, gracias al concepto de raza que se impone en esta época, como premodernos, precapitalistas, etc. Es lo que Anibal Quijano, sociólogo peruano llama “Colonialidad del poder”, el cual consiste, entre otras cosas, en una occidentalización del imaginario americano (Quijano, 2005, p. 201 y ss). En esa occidentalización Europa es el canon, el modelo.

Ahora, la subalternización del Otro en todos sus aspectos implica también la inferioridad epistémica. Esto quiere decir que todo conocimiento de la no-Europa es pre-ciencia, pensamiento mítico, pre-racional. En este sentido, Europa impuso la letra sobre la tradición oral y ejerció una “violencia epistémica (el término es de Gayatri Spivak) sobre el colonizado.

En este sentido hubo un “racismo epistémico”. En el “sistema-mundo-moderno-colonial” Europa construyó al Otro desde las ciencias. Cito aquí, in extenso, lo que he escrito en otra parte:

“El mejor ejemplo del poder colonizador del saber y de la justificación misma de ese colonialismo lo encontramos en la noción de progreso. La categoría de progreso es una creación- si bien puede rastrearse desde la antigüedad, como ya se dijo- de las ciencias modernas, en especial, durante la segunda Modernidad. Ésta noción se expandirá en la Ilustración e influirá en hombres como Condorcet, Turgot, Kant, Hegel, Augusto Comte y Marx, para no mencionar más. Pero, ¿cómo nace el concepto en estos siglos? ¿Cómo se va generalizando? De nuevo aquí el colonialismo opera en la base de esta creación epistemológica.

En las teorías contractualistas del siglo XVII, lo que se conoce como “estado de naturaleza” es, en realidad, el mundo salvaje, primitivo, arcaico premoderno, incivilizado, etc., de la periferia. Esa imagen llega Europa, como ya se dijo, a través de los cronistas españoles. La civilidad o el Estado representan, pues, un estadio superior de la humanidad, una superación de la barbarie. En esas nociones contractualistas aparecerán ya nociones económicas. Por ejemplo, en Locke la propiedad es un derecho natural que se posee aún en el “estado de naturaleza”; en Rousseau, el “buen salvaje” no tiene la carga peyorativa que transmitieron ciertos cronistas, pero la imagen corresponde a ese estado primitivo indígena.

La categoría de progreso fue difícil de fundamentar en Europa. Fue necesario suponer que todos los hombres tienen una idéntica naturaleza humana, unas mismas necesidades y que su vida se puede representar en un continuo ascenso y lucha por superarlas. La escasez, por ejemplo, sólo era superada cuando la economía de subsistencia diera paso a la economía de mercado. Fundamentar el progreso requirió suponer también que el hombre asciende en el tiempo (ya que espacialmente no se podía sostener tal afirmación) desde una condición inferior a una superior. El progreso es visto como una línea temporal de constante perfeccionamiento del hombre. Es así como la periferia aparece como parte de un pasado que antecede a la Europa moderna. El europeo vio en el aborigen, no sólo de América sino en el africano o asiático, su propia vida primitiva y salvaje […].

Según Santiago Castro Gómez, en su texto ya citado, la etnografía, la geografía, la antropología, la paleontología, la arqueología, la historia, etc., al estudiar el pasado de las civilizaciones, sus productos culturales e instituciones, permitieron elaborar comparaciones con respecto al mundo Europeo y en ese sentido justificaron el colonialismo. Lo curioso es que el canon, el molde, la medida, el patrón, de comparación es el del “centro” de la Historia Mundial, esto es, Europa” (Pachón, 2007, p. 51-53. Supresiones mías, D.P).

Esta extensa cita muestra bien la dimensión colonial de la categoría de progreso, pues progresar significaba para Europa ser como ellos. Como se mostró, las ciencias ayudaron a formar ese imaginario colonial. Pero me interesa mostrar también, que gracias a esa visión donde el otro es construido como bárbaro o salvaje, Europa toma conciencia de sí misma y esa conciencia es clara en la Segunda modernidad: La Ilustración. Ha sido el clásico libro de Antonello Gerbi el que ha mostrado la famosa “Disputa del Nuevo Mundo”, en la cual Europa construye a América discursivamente. Fueron William Robertson, Buffon, De Paw, Voltaire, Kant, entre otros, y como eco de ellos Hegel en el siglo XIX, quienes afirmaron la superioridad de Europa en contraste con América y otros pueblos. Sobre América se dijo que había salido tiempo después de las aguas, de ahí su humedad y sus grandes insectos nocivos; se dijo también que todo aquí se degeneraba y que no existían grandes fieras como en el Viejo Mundo. Debido a eso América era inferior. También se ventiló en Europa que los indígenas nuestros eran poco viriles, que no cumplían con sus deberes de pareja y que las indias eran feas; los indígenas y los negros aparecieron como perezosos, borrachines, incapaces de pensamiento abstracto e incluso Kant llegó a sostener que aquí los pájaros no cantaban tan bien como los pájaros de Europa. Hasta Voltaire, que era más cosmopolita que Kant, sostuvo que los cerdos de América tenían el ombligo en el espinazo (Gerbi, 1993, caps. I-IV). Ha dicho Antonello Gerbi:

“La Europa de las luces, en su decisivo adquirir conciencia de sí misma como civilización nueva y característica, con una misión universal y no ya exclusiva y simplemente cristiana, se daba cuenta de la necesidad de enmarcar en sus esquemas ese mundo transoceánico al que ella misma había sacado de las tinieblas […] En el fondo de la polémica […] se advierte por eso una exigencia de síntesis, una necesidad de dar razón de todas las partes del mundo, de un lado y otro de Europa, para poder hacer pensable e inteligible el mundo entero y para encontrar en él una Europa más rica y más plena” (Gerbi, 1993, p. 196).

Aquí queda claro el papel de la idea de progreso y del mito eurocéntrico de la modernidad, pues Europa se pone en el centro del mundo, subvalora a los demás pueblos y asume “misión salvadora” de las otras culturas, pero además, reafirma su propia subjetividad frente al otro, frente al no-moderno, al cual hay que civilizar y sacar de su “minoría de edad” como decía Kant.

Por todas éstas razones, la Ilustración es el pináculo de la autoconciencia de Europa, la cumbre desde la cual se alumbra el resto del orbe, el centro donde se encuentra el único modo válido de civilización, la única forma válida, universal y demostrable de conocimiento…la filosofía suprema.

Es necesario recalcar un último aspecto. La modernidad y el progreso que le es inherente tienen como parte de su naturaleza, la violencia. El progreso ha creado sus propias víctimas a lo largo y a lo ancho del globo. Por ejemplo, durante el siglo XIX, con su llegada a América vía pensamiento positivista y liberal, esa violencia sacrificial de la modernidad produjo sus víctimas. En Argentina, por ejemplo, la implantación de la mentalidad positiva- la religión del progreso y de la ciencia- produjo el asesinato de miles de indígenas en el sur del país. El progreso lo requería. Lo mismo sucedió en México y las mismas intenciones motivaban a Miguel Antonio Caro. Había que civilizar por la fuerza a los aborígenes. Era necesario que ellos progresaran y si no querían se los podía obligar e, incluso, asesinar. El progreso tiene, pues, su lado oscuro, el lado oscuro que creó una conciencia racional, transparente, portadora de un conocimiento universal enunciado desde Europa- “el punto cero” del que habla Santiago Castro-Gómez- pero que se invisibilizó y que exige víctimas y sacrificios.

Para terminar esta parte, debemos decir que la categoría de progreso en el campo de la economía se presentó, a partir de 1944, bajo el dualismo “desarrollado-subdesarrollado”. Esto equivale a decir, siguiendo la lógica moderna: premoderno-moderno/civilizado-incivilizado/precapitalista-capitalista, etc., con lo cual se reproducen las viejas categorías binarias excluyentes y subalternizadoras con que Europa rotuló el mundo. Y como en la vieja concepción, este dualismo conllevó a que a lado de la categoría de “subdesarrollado” apareciera la milagrosa necesidad de que los países norte-occidentales se tomaran la carismática labor de elevarlos al capitalismo primermundista, esto es, de desarrollarlos. El resultado: préstamos, explotación, deuda externa, junto a una población que ofrece mano de obra barata-con el mito de la inversión extranjera-; una población donde además hay que corregir el analfabetismo, la desnutrición, la falta de infraestructura, la violencia. De ahí que la crítica de Arturo Escobar en su libro La invención del Tercer mundo es totalmente vigente.

2. Redefinición de la categoría de progreso: hacia una “Forma-vida-orgánica”.

“¿Quién es, en realidad, el hombre?” Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración”.

VIKTOR FRANKL (2004, p. 110).

Es una entrevista a Emil Michel Cioran le preguntaron que si él negaba el progreso. Cioran respondió:

“Niego el progreso. Voy a contarle una anécdota que es más que una anécdota. Aquí, no lejos de mi casa, se escribió el mejor libro sobre el progreso. Durante el Terror, aquí se escondió Condorcet y escribió su libro Esbozo de un panorama del progreso del espíritu humano, la teoría del progreso, la primera teoría clara y militante de la idea de progreso; era en 1794. Sabía que lo buscaban, abandonó su casa de huéspedes y se refugió en un arrabal de París. Unas personas lo reconocieron en una taberna, lo denunciaron…y se suicidó. Y ese libro es la biblia del optimismo” (2005, p. 127-128).

Éste cita muestra que la idea de progreso “nació” junto a la calamidad, pero realmente no se trata aquí de negar el progreso como hace Cioran, sino de mirar su naturaleza y a partir de ahí proponer una redefinición o, más bien, dada las circunstancias actuales, explicitar qué deberíamos entender por progreso hoy o qué puede ser considerado progreso en las actuales condiciones globales. A eso dedicaré esta tercera parte.

Hay algo que constituye la idea de progreso que está más allá del optimismo inicial y de su fe en la perfectibilidad humana: es “la avidez”. Esa avidez es deseo de algo, de sobrepasar obstáculos y dejarlos atrás; pero también lo es de seguir pasando los nuevos obstáculos que el porvenir depara. En esa carrera, que tiende al infinito, el espíritu se cansa. Entonces la avidez, queriendo realizar su cometido de una vez por todas, se desespera. Es aquí cuando acelera la marcha, cuando se apodera de él un frenesí que quiere actualizarlo todo de forma inmediata. Es cuando el progreso, gracias a su impaciencia, se convierte en un dogma. Es el afán de progreso, su locura alimentada de forma frenética la que le hace perder de vista el fin último, es cuando la impaciencia quiere acelerar el fin, saltándose la reflexión y el paso por los medios. Así el progreso llega a una ceguera, pierde el horizonte y sigue en su marcha delirante arrollando, como el gigante recién despierto del que habla Adorno, todo lo que encuentre a su paso. En este sentido, como lo advirtió también Benjamin, el progreso se convierte en una calamidad, en una fatalidad.

En este sentido, el progreso debe ser despojado de su delirio, de su avidez. El progreso debe ser mirado con un parámetro aristotélico: la prudencia. Prudencia en los fines que se plantea y prudencia en los medios que elije. La prudencia siempre va acompañada de la reflexión, de la mesura. Implica ver pros y contras; requiere un examen de los medios y los fines. En ese caso, la prudencia que limita el progreso en la actualidad, deben ser las posibilidades reales con que cuenta la especie humana de hoy. El progreso, en este sentido, debe ser cauto y detenerse a reflexionar sobre múltiples aspectos, pues si sólo enfatiza en uno, por ejemplo en una mayor explotación de la naturaleza- cosa impensable hoy- puede estar matando al titular mismo del progreso: a la humanidad. Esta cautela es válida en muchos aspectos. De lo que se trata pues, es, en primer lugar, de reflexionar sobre la “naturaleza” del progreso, su esencia, limitarlo con la prudencia y postular, en este mismo sentido, un progreso integral que mire la totalidad, que no pierda la visión de conjunto. Es la lucha contra la mirada unilateral actual del progreso.

En segundo lugar, es necesario derrumbar el “mito de la modernidad” y la “falacia desarrollista” o noción de progreso que la constituye. Este es uno de los puntos clave para una redefinición de la teoría del progreso hoy. El derrumbe del mencionado mito implica: derrumbar el eurocentrismo autoproclamado de Europa y con él, la superioridad intrínseca de cualquier cultura. Ninguna cultura es superior a otra, sólo son distintas y tienen distintos modos y “lógicas” de moverse en el mundo, de administrar sus relaciones sociales y su relación con la naturaleza. De aquí se deriva también que ninguna cultura debe abrogarse el derecho ni la misión salvífera de “hacer progresar” por la fuerza a otra. Progresar, en este sentido, implica no producir víctimas ni victimarios, sino respeto mutuo entre las tradiciones culturales del mundo. El derrumbe del mito de la modernidad trae consigo una exigencia: el de la cancelación del autocolonialismo intelectual de las periferias de Europa, Norteamérica, China y algunos otros países desarrollados. Sólo cuando esa cancelación se dé, se llega a la autoconciencia, a la valoración de lo que se “es” y de lo que “se tiene” para enfrentar el porvenir.

Esta nueva definición no es, como puede verse, sólo negativa, se requieren motores para avanzar sobre el tiempo que viene. De las premisas del segundo punto se desprende que en un mundo nuevo se requiere el diálogo intercultural, no sólo cultural, sino filosófico, tal como han propuesto Raúl Fornet-Betancur y Enrique Dussel. El diálogo intercultural enriquece la visión misma del mundo; nos abre a la alteridad y nos saca del monolítico “sí mismo”. El diálogo intercultural es un enriquecimiento mutuo que amplía el horizonte de comprensión de la realidad humana. Eso lleva a que las culturas aprendan de sí en sus modelos económicos, sociales, políticos, en la relación con la naturaleza. En especial, un diálogo intercultural serviría para corregir el frenesí que constituye la “Forma-vida burguesa europea”; corregiría los desmanes y los delirios de poder del capitalismo reinante.

En tercer lugar, el diálogo intercultural debe ayudar a construir lo que Enrique Dussel ha llamado Transmodernidad, esto es, una nueva civilización donde la modernidad y lo Otro de la modernidad se con-constituyan, dialoguen, aprendan entre sí; donde la cultura de cada pueblo tenga derecho a realizar su proyecto sin ser sojuzgados y sometidos por un modelo único de civilización. El concepto denota, precisamente alternativas múltiples de vida, de formas de ser, pensar, conocer, distintas a la modernidad europea, pero eso sí, en diálogo con ella. La trans-modernidad es “un proyecto mundial de liberación donde la Alteridad, que era co-esencial de la Modernidad, se realice igualmente”. En este sentido, la modernidad y la alteridad se realizarían por mutua “fecundidad creadora”. La Trans-modernidad, dice Dussel,

“es co-realización de solidaridad, que hemos llamado analéctica, del Centro/periferia, Mujer/Varón, diversas razas, diversas etnias, diversas clases, Humanidad/Tierra, Cultura Occidental/Culturas del Mundo Periférico ex-colonial, Etcétera; no por pura negación, sino por incorporación desde la Alteridad. De manera que no se trata de un proyecto pre-moderno, como afirmación folclórica del pasado; ni un proyecto antimoderno de grupos conservadores, de derecha, de grupos nazis o fascistas o populistas; ni un proyecto posmoderno como negación de la Modernidad como crítica de toda razón, para caer en un irracionalismo nihilista”.

Es decir, la Transmodernidad es un proyecto de liberación “político, económico, ecológico, erótico, pedagógico, religioso, etcétera” (Dussel, 1994).

En cuarto lugar, progresar en el siglo XXI implica una democratización absoluta de la educación. El saber debe ser un bien para la humanidad, sólo así podemos avanzar sobre el conocimiento actual, pero también, sólo así evitamos el uso del saber como un poder, tal como sucede hoy con los transgénicos y las patentes. El viejo lema de Bacon debe ser transformado. El saber debe ser un poder, no para dominar al otro, sino para liberarlo, para potenciar sus posibilidades.

La educación es fundamental para la quinta reformulación del progreso: el control demográfico. Cualquiera que haya leído a Darwin o a su inspirador Malthus sabe que los recursos son limitados; sabe que el crecimiento exponencial de las especies termina produciendo una lucha por la supervivencia. En este sentido, sabemos que los recursos de la tierra son limitados y el remedio no es superproducir, sino controlar el número de habitantes del planeta. De lo contrario, como ha dicho Ernesto Sábato en su biográfico libro Antes del fin estaremos asistiendo a un “desierto superpoblado”. El control de la demografía es una opción ineludible, pero requiere educación, requiere leyes que sean obedecidas y educación sexual y sobre todo planificación familiar. Sólo el control demográfico evitará las guerras en el futuro, la lucha por el agua, la comida…la anarquía absoluta.

En sexto lugar, el hombre debe crear lo que llamo una “Forma-vida orgánica”. En el libro inmediatamente citado escribió Sábato:

“Escindido el pensamiento mágico y el pensamiento lógico, el hombre quedó exiliado de su unidad primigenia; se quebró para siempre la armonía entre el hombre consigo mismo y el cosmos” (2004, p. 109).

En este sentido, la “Forma-vida-orgánica” se refiere a la necesidad de que el hombre se reconcilie con la naturaleza, con el cosmos y con sus congéneres. En el primer caso, debe entenderse, como ha sostenido Darío Botero Uribe en su libro Vitalismo Cósmico, que la naturaleza es un circuito de vida; que la vida come vida y proviene de la vida. En este sentido la vida es una. La vida es una universalidad que se manifiesta en biotipos. El hombre, el perro, la planta son sólo manifestaciones de la vida, biotipos o como los llamo “modos-vida”. Si el hombre toma conciencia que pertenece a esa universalidad, no atenta contra ella, pues matar la vida, que es una, es aniquilar la propia posibilidad de existencia; es, en últimas, un suicidio (véase, Botero, p. 61 y ss).

Ahora, si la “Forma-vida” es la configuración que en determinada época histórica ha tomado la existencia, en lo político, económico, cultural, filosófico, etc., - que no el espíritu hegeliano- lo que se quiere resaltar hoy es la necesidad de recuperar una “visión orgánica” del mundo, esto es, recuperar los lazos de fraternidad con la naturaleza y la sociedad. A eso se refiera el concepto de “Forma-vida-orgánica”. Para recuperar la visión de totalidad, de nexo entre cada cosa presente en el cosmos, entre cada uno de nosotros y el resto de humanidad, no se necesita volver a los valores medievales, ni al viejo Dios, sino simplemente sabernos parte de algo más grande que nos sobrepasa y de lo que depende la existencia propia y la ajena. La “Forma-vida-orgánica” es un reencuentro con el todo, es la solidaridad humana, es la valoración del Otro, su proyecto existencial; es el reconocimiento de su diferencia, el diálogo con la alteridad próxima y la solidaridad con la lejana. La “Forma-vida-orgánica” sólo requiere, para materializarse, que el hombre tome conciencia de su prepotencia, prepotencia ante el cosmos que siempre denunció Nietzsche, y que, por el contrario, el hombre asuma que sólo es un engranaje de algo más grande: de las múltiples galaxias, planetas, naturaleza y comunidad. Sólo así se recuperarán los lazos orgánicos que el racionalismo, el materialismo y el individualismo resquebrajaron en la “Forma-vida-moderna”.

En séptimo lugar, progresar en las actuales condiciones globales es modificar las estructuras económicas desiguales; es eliminar la pobreza mundial y desterrar la escasez. Actualmente existe mucha concentración de riqueza. Es necesario buscar una mayor igualdad económica que satisfaga las necesidades espirituales y materiales del hombre. Esto sólo es posible si el hombre elimina la escasez, escasez que es el motor de la necesidad y la mayor barrera para la “libertad positiva”. Ahora, la eliminación de la escasez implica un esfuerzo conjunto de la humanidad y, a la vez, y tal vez lo más difícil, requiere de la eliminación de la avidez capitalista moderna, de esa voracidad tenaz por acumular. La acumulación es el alma del capitalismo, es una gangrena que corroe el equilibrio de la riqueza, de tal forma que luchar contra esa lógica implacable del capital es cuestionar las simientes mismas de un modelo para el cual “todo ha sido reducido a número a cifra, a cantidad”. Sin embargo, y tal como van las cosas, parece que sólo una “situación límite” hará estremecer el cerebrillo humano para que el hombre se entere de que las cosas son así.

En octavo lugar, dado el avance actual de la tecnología, la capacidad que tiene el sistema productivo de proveer alimentos para todos y la consecuente eliminación de la escasez, progresar en los próximos siglos- si es que podemos hablar de “próximos”- es disponer de un tiempo libre, de un ocio creativo donde el humano pueda dedicar horas a su formación integral, a la expresión de todas sus facultades. Esta es una vieja utopía de Marx y del marxismo heterodoxo. Es un tiempo para el humano, para su vida, su familia, su regocijo, sus potencialidades artísticas, creativas y productivas. Este tiempo libre no es una “libertad organizada” por los esquemas y por los moldes homogenizadores de las “industrias culturales” tal como lo denunciaron Adorno y Herbert Marcuse, sino un tiempo “para sí”, donde el trabajo es sólo una actividad más, necesaria en mínimo grado y donde lo importante es el humanismo en sentido amplio, un humanismo integral que dé cuenta de todos los aspectos del hombre. La disposición de este tiempo libre implica pues sacar provecho de la automatización y reducir las horas de trabajo, tal como postuló hace 40 años Marcuse (Véase, Pachón, 2008b, p. 133-163).

En noveno lugar, progresar debe significar someter todos los avances científicos a la reflexión de la bioética, en especial, aquellos relacionados con la genética, la ingeniería genética, los transgénicos, la biotecnología, etc. Es posible que la misma ciencia tienda a cambiar infinitamente la especie humana, tal como se prevé con las investigaciones que día a día de adelantan en el mundo. En este caso, los beneficios que la ciencia pueda brindar al ser humano, no pueden utilizarse para crear una nueva élite social. No será admisible éticamente que se creen personas más inteligentes que otras, menos propensas a las enfermedades, al estrés, al cansancio. Esos beneficios deben ser para la humanidad en general. Pensar lo contrario, es sustituir la sociedad de clases del capitalismo, por una división social basada en la genética. La bioética es, en este sentido, una disciplina que no sólo se encargue de estos aspectos sino en aquellos donde estén involucrados los recursos que sostienen la vida, por ejemplo, el asunto de la propiedad intelectual, los transgénicos y las patentes sobre esos recursos. No es posible, por ejemplo, desde el punto de vista de la bioética, que existan monopolios de medicinas que pongan en peligro la salud de algunos pueblos. Es necesario, pues, humanizar la economía en todos los aspectos y considerarla al servicio de la vida. De ésta forma, la economía misma estaría sometida a la bioética.

Todos estos puntos no implican frenar la humanidad, ni su avance. Nada va a suceder. Sólo existirá una humanidad más plena, que pueda frenar su autodestrucción. Es necesario, pues, construir una “Forma-vida-orgánica” donde todos los aspectos de la realidad social actual estén unidos. Así nada queda por fuera: el cosmos, la sociedad, la economía, la política, la filosofía. La “Forma-vida- orgánica” recoge esta redefinición de la categoría de progreso e incorpora todos estos postulados. Progresar es, y para terminar, configurar actualmente una “Forma-vida-orgánica” que sea la expresión de un progreso mesurado, prudente, integral; donde el mito de la modernidad haya sido extirpado; donde se realice la Transmodernidad y se dé un diálogo intercultural. Es una sociedad educada donde se ha controlado el crecimiento demográfico, se ha redistribuido la riqueza, se ha eliminado la escasez y donde se goza de un ocio creativo; es, así mismo, una “Forma-vida” donde los avances científicos serán sometidos a la bioética. Así las cosas, el progreso que se avizora permea tal vez todos los aspectos de la civilización actual: es una utopía donde el hombre ha recuperado lo humano que hay en él.

Bibliografía

Adorno, Theodor (2003). Consignas, Buenos Aires: Amorrortu.

Bacon, Francis (1984). Novum Organum, Madrid: Sarpe.

Benjamin, Walter (1973). Discursos interrumpidos, Madrid: Taurus, Tomo I.

Botero Uribe, Darío (2007). Vitalismo Cósmico, Bogotá: Editorial Corteza de Roble, 2ª edición.

Casirrer, Ernst (2002). La filosofía de la Ilustración, México: Fondo de Cultura Económica.

Castro-Gómez, Santiago (2005). Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de “la invención del otro”, en: “La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas Latinoamericanas, Buenos Aires: CLACSO.

________________________(2007). La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750- 1816), Bogotá: Universidad Javeriana-Instituto Pensar.

Cioran, E.M., (1991). Ensayo sobre el pensamiento reaccionario y otros textos, Bogotá: Tercer Mundo, Montesinos.

_______________(2005). Conversaciones, Barcelona: Tusquets editores.

Dussel, Enrique (1994). 1492: el encubrimiento del otro. El origen del mito de la modernidad, La paz: Plural editores.

_______________(2007). Política de la liberación. Historia mundial y crítica, Madrid: Editorial Trotta.

Frankl, Viktor (2004). El hombre en busca de sentido, Barcelona: Herder.

Gerbi, Antonello (1993). La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900. México: Fondo de Cultura Económica.

Goldmann, Lucien (1998). Introducción a Kant. Buenos Aires: Amorrortu

Jünger, Ernst (1988). “La movilización total”,en: Revista Argumentos, No. 18/19/20/21, Bogotá.

Löwit, Karl (1964). La fatalidad del progreso, Bogotá: Revista Eco, No. 45, Tomo VIII-3.

Nietzsche, Friedrich (1958). La voluntad de dominio, Buenos Aires: Aguilar, Tomo X.

Pachón Soto, Damián (2007). Modernidad, eurocentrismo y colonialidad del saber, en: Revista Planeta Sur, No. 3, Bogotá, Escuela Filosófica del Vitalismo Cósmico.

____________(2008a). Nueva perspectiva Filosófica en América Latina: el Grupo Modernidad/colonialidad, en: Revista de Ciencia Política, No. 5, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

______________________(2008b). La civilización unidimensional. Actualidad del pensamiento de Herbert Marcuse, Bogotá: Editorial Desde Abajo.

Platón (2000). La República, Madrid: Gredos.

Quijano, Aníbal (2005). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina, en: “La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas Latinoamericanas, Buenos Aires: CLACSO.

Sábato, Ernesto (2004). Antes del fin, Bogotá: Biblioteca El Tiempo.

Weber, Max (2004). Economía y sociedad, México: Fondo de Cultura Económica.

Zambrano, María (2000). La agonía de Europa, Madrid: Trotta.

_________________ (2007). El hombre y lo divino, México: Fondo de Cultura Económica.



[1]Publicado inicialmente en la Revista de Ciencia Política, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, No. 9, 2010.

[2]Es curioso que el pensamiento conservador y el pensamiento revolucionario tengan un mismo origen tal como lo puso de presente Cioran. Los conservadores anhelan el paraíso y saben que no lo pueden conseguir en el mundo, por eso avalan el pasado glorioso, por eso son condescendientes con el status quo; mientras los revolucionarios y los utopistas, ansiosos, quieren establecer el paraíso en el futuro. Ambos desean, pues, lo mismo (Cioran, 1991, p. 36 y 60).

Comentarios

  1. Estimado Damián, felicidades por su blog. He leído su artículo con placer y aprovechamiento. Estoy muy interesado en seguir indagando en los resortes que han movido a la humanidad hacia esa disparatada empresa llamada "progreso". Desde hace tiempo lo critico y en mi recién publicada novela El hombre diminuto está presente también esta cuestión. Estoy trabajando en una nueva novela, más ambiciosa, más abarcadora que la enterior. Unas lecturas me llevan a otras (como a su blog). Releyendo algunos textos de mi predilecto Emil Cioran (le recomiendo http://www.youtube.com/watch?v=1BoDK_nJnCw , excelente documental biográfico sobre el autor rumano, obviando aquellas partes donde cierto chauvinismo galo omite críticas de Cioran a la cultura francesa o donde se ensalza lo contrario), le decía, leyendo a Cioran, reparé en un libro de Condorcet, que me gustaría conseguir, ¿sabrá usted cómo encontrar ese Esbozo de un panorama del progreso del espíritu humano, de Condorcet? Lo he estado buscando en formato electrónico y en papel, pero no lo encuentro.
    Ayer recibí de un amigo, y a propósito de su lectura en mi blog de una pequeña e insignificante entrada sobre el progreso (www.diariusinterruptus.blogspot.com), un texto sobre la cuestión escrito por Friedrich Georg Jünger, hermano libérrimo de Ernst, a quien usted cita. Quizá sea de su interés leerlo. No sé si andará por Internet, en cualquier caso estaré encantado de poder enviárselo por correo-e. Gracias y un saludo

    Hernán Valladares Álvarez

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Modernidad, eurocentrismo y colonialidad del saber

FILOSOFÍA Y POESÍA EN MARÍA ZAMBRANO: SU RECONCILIACIÓN EN LA RAZÓN POÉTICA

E.M Cioran: el profeta de la desesperanza y la catástrofe.