Ernesto Sábato: crítica de la tecnolatría y aurora de la esperanza




Por: Damián Pachón Soto.

“Como la luz de la aurora que se presiente en la oscuridad de la noche, así de cerca está la muerte de mí. Es una presencia invisible”.

Ernesto Sábato.

I

Estas palabras de Sábato, plasmadas en su libro “La resistencia” del año 2000, son sólo una puerta de entrada a un hombre, al interior de un ser que presiente su fusión con la totalidad, lugar único donde la unidad es posible. Éstas son, también las palabras de un ser consciente de que su hora final y su llegada a la oscuridad embrionaria de donde surgimos, está cerca. Sábato lo sabe. Y lo acepta con la tranquilidad de quien no ha sido falseado por la vida, de quien no se ha convertido en “personaje”, en máscara. Sábato espera la muerte: esa fuente de comprensiones últimas; no le teme, si bien antes le temía. Ahora la espera con la calma, con el corazón endulzado por haber cargado sobre sí la responsabilidad de una vida bien vivida, honesta y al servicio de una humanidad indigente, desamparada y sin abrigo; sin vientre donde volver a estar recogida; una humanidad que vertida en el frenesí del tiempo ha olvidado su “Edad de Oro”.

Es la “luz de la aurora” un nuevo comienzo, tal vez el regreso al lugar de donde alguna vez partimos, dar la vuelta de nuevo como lo decía también esa mujer errante, doliente del tiempo y la modernidad, que fue María Zambrano. La “luz de la aurora”, nuestra muerte, que desde que nacemos llevamos dentro, anidando en las entrañas, devorándonos, pero que con ese resplandor del aparecer a la vida, de arrastrar consigo la existencia, no nos preocupa en el cenit de un tiempo que se busca; tiempo cauce nuestro. Y en Sábato, ese cenit ya ha florecido y ha empezado a decaer. Y él lo acepta, con sabiduría, a veces con nostalgia; también con la esperanza. Pero lo acepta con la tranquilidad y la felicidad de haber sido fiel a su vocación: “ese llamado interior que el ser humano escucha en el silencio del alma” (Sábato, 2000, p. 137). Un llamado que a veces, como un medio sordo, nos queda difícil precisar, pues parece lanzado desde adentro, también desde una dimensión temporal, que no ubicamos, que como miles de rutas se nos presenta, pero frente a las cuales debemos resolver algo y encaminarnos por donde la vida nos acoge mejor; por donde la vida y la verdad interior llegan a reconciliarse mutuamente. La ruta por donde la vida y la existencia fluyen como sin obstáculo.

Así fue en Sábato. Un hombre fiel a lo que sentía era su destino. Y en su caso, un destino que se le mostró vacilante muchas veces; un destino que lo llevó de la ciencia a la literatura, a la pintura, al compromiso político, a la filosofía, a la crítica de la civilización tecno-científica, pero también, un destino que le mostró la necesidad de resistencia para luchar y recomponer la desgarradura de nuestros tiempos. “Desgarradura”, sí. Así se llama también un libro de Cioran, ese ex-filósofo hastiado también de nuestro mundo, ese intelectual rumano-francés con quien Sábato se reunió en el Barrio Latino en París en 1989.

Ser fiel a los cauces de la vida es una lección que nos da Sábato, pues su obra, como la de muchos, equivale a lo que hoy filósofos como Pierre Hadot o Michel Onfray llaman “la vida filosófica” (Onfray, 2008, p. 73 y ss), esto es, la obra donde el pensamiento filosófico es fiel a la vida y a ese mar que la conecta y la contiene: las circunstancias. Y así, en Sábato, obra y vida son una misma cosa, donde incluso la ficción y el azar se hermanan en los laberintos de la existencia y sus designios, esos designios que desembocan en un mundo abierto, amplio o cerrado de horizonte: “lo esencial de la vida es la fidelidad a lo que uno cree su destino, que se revela en esos momentos decisivos, esos cruces de caminos que son difíciles de soportar pero que nos abren a las grandes opciones” (2000, p. 136).

¿Opciones? ¿Tuvo Sábato opciones? Todo hombre las tiene, en mayor o menor grado, pues algo se le abre al humano en la trascendencia que rebasa ese sometimiento mecánico que tienen los demás seres. Se le abre un ser que debe ir llenando, un inmenso vacío en su pecho que debe alimentar en su arrastrar por el tiempo, en su arrastrar la existencia. Aún en el palpitar tranquilo de su corazón. Y Sábato tuvo muchas. Pero gran parte de esas opciones no recibieron la caricia y el albergue de su vocación interior; parte de esas opciones no se enlazaban sin violencia en los abismos de su pecho. Algo andaba mal y Sábato comprendió rápido que sus primeras opciones, la ciencia y el compromiso político con el comunismo, chocaban contra sentimientos de humanidad que el aspirante a escritor guardaba en los ínferos del alma. Y de ahí la renuncia. Ese despojarse de algo, ese arrojar la carga cuando no se compagina con la vida; ese des-cargarse para volver hacerlo de nuevo; ese dejar la infidelidad para, tanteando, pues nada es seguro, ir en la busca de aquello que tal vez se esté insinuando desde el horizonte, ese horizonte que sólo el vivir alumbra y del cual esperamos savia para poder seguir cargando, sin renuncia, el peso que toda vida es. Y ahí, en los albores de los años cuarenta, como un lugar para sostenerse, para ser fiel así mismo, para reconciliarse con la vida, se “reveló” la literatura, la escritura, esa forma de desenredar la madeja que somos y que llevamos dentro: grafía y confesión, letra congraciada con la vida misma.

II

En 1945 apareció el libro de Sábato Uno y el universo, un libro donde, según el propio autor, se buscaba a sí mismo; un escrito testimonio del tránsito, de la búsqueda, un libro donde confiesa que: “la ciencia ha sido un compañero de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás” (Sábato, 1968, p. 15-16). En efecto, para esta época, el escritor argentino ya ha dejado atrás sus pasiones iniciales, sus primeras idolatrías y entusiasmos; ha jugado su vida y su destino por la escritura. Ésta lo ha encontrado a él y lo ha llamado a sus brazos. Pero, ¿qué fue lo que sucedió en el alma de Sábato, de este joven argentino que llegó a pertenecer al comunismo y que viajó a Europa enviado por el partido? ¿Qué desvió su alma de esas vocaciones falsas y lo encarriló a una orilla diferente? En esto Sábato- como todo mortal humano que vibra y siente, que tiembla, gime, se preocupa y también disfruta su realidad-, es hijo de su tiempo; éste lo constituye, su circunstancia lo forma; se le ha incrustado en el corazón, sin embargo, no tan fuerte como para no trascenderla y desplegar sus ilusiones hacia otros lados.

Ernesto Sábato es hijo de la “era baconiana”, más precisamente, de la nueva cosmovisión que se forjó en la entrañas del Renacimiento, cuyas raíces, a su vez, las podemos rastrear desde las Cruzadas. Sábato es hijo de una época gestada bajo el auspicio de la razón y el dinero. Así lo expuso él mismo en su libro Hombre y engranajes, un texto publicado en 1951 y que le valió el repudio y la crítica de la intelectualidad de la época. Un libro sombrío, sin duda, pero que recogía el espíritu de la época. En él nos dice: “el dinero y la razón otorgaron el poder secular al hombre, no a pesar de la abstracción, sino a pesar de ella” (1973, p. 39). Fue en la antesala del siglo XVII donde la razón y el dinero, cambiaron el ritmo del tiempo, donde la velocidad crece y la vida se agita; es el espíritu de aventura de los caballeros que se une con el deseo de los exploradores y navegantes virtuosos y se lanzan a la conquista del mundo. Es la nueva mentalidad naturalista, del desnudo, del surgimiento del individuo y su configuración en Italia como ha mostrado Jacob Burckardt, del desprecio del ocio y deseo del éxito y el lucro; es la época de las historias de las ciudades italianas, de las iglesias y sus relojes; del espíritu mercantil de la iglesia con las indulgencias, pues el clero también debía estar a la “altura de los tiempos”. Es la mentalidad que llevó al tropiezo con América y que, a partir de allí, “universalizo la historia”, la enlazó y cruzó los destinos de los seres humanos del planeta, tal como lo sostuvo en nuestro continente el filósofo mejicano Leopoldo Zea.

Fue esa mentalidad la que hizo posible lo que Inmanuel Wallerstein llamó el “sistema-mundo”. Pero no sólo eso. Esa mentalidad y la nueva realidad material desembocaron en la abstracción, que como ha dicho Werner Heisenberg, es la característica de la ciencia moderna. Y así, ya nos encontramos en los terrenos de la ciencia físico-matemática del siglo XVII; ya nos encontramos en los solares de Galileo, Descartes y ese hombre visionario hasta el delirio, como poseído, que fue Francis Bacón, quien es, realmente, el cantor de los sueños y desvaríos científicos del hombre moderno, basta leer la Nueva Atlántida y el Novum Organum (1620) para percatarse cómo en su mente ya estaban prefiguradas los grandes logros de la tecno-ciencia moderna: transgénicos, manipulación genética, cirugías estéticas, teléfonos y todo tipo de abalorios producidos por el hombre de laboratorio, etc. El siglo XVII es, pues, el canto al cielo matemático, puro, descontaminado; el canto a la abstracción y al despoje del interior del hombre, o lo que llamo el “despoje de la entraña”. Eso fue lo que percibió Sábato, para quien la razón, la ciencia y la técnica, mutilaron al hombre moderno. En Heterodoxia (1953), publicado posteriormente en Madrid junto con Hombres y engranajes, Sábato hace la siguiente reflexión:

“El racionalismo, adorador de lo abstracto- abstracción=separación- pretendió separar la razón de la emoción y la voluntad, y mediante ella y sólo mediante ella conocer el mundo. Como la razón es universal, pues dos más dos vale cuatro para todos, y como lo válido para todo el mundo parece ser la Verdad, entonces lo individual era lo falso. Así se desacreditó lo subjetivo, lo emocional, lo sentimental. Así fue guillotinado el hombre concreto […] en nombre de la Objetividad y la Verdad” (1973, p. 192).

Y ahí está el hombre moderno, bajo la égida de la ciencia, luego de la técnica y finalmente convertido, por la dialéctica intrínseca del proceso de dominar la naturaleza y el mundo, en un “engranaje”, esto es, el “hombre como un enloquecido muñeco que depende de la marcha del segundero”, tal como también lo expuso Max Weber en su conferencia Sobre la burocratización cuando habló de los hombres como “ruedas dentadas”; el hombre como un mecanismo más de la inmensa máquina yerta, seca y cosificadora que es la “sociedad capitalista”, la sociedad del vértigo, la cual subsumió y puso bajo su servicio al hombre mismo con su ciencia y su técnica. Y así tenía que ser: pues el hombre también era parte de ese mundo dominado, él no estaba fuera del mundo que construía, reglamentaba y administraba. Y por otro lado, gracias a los avances de la ciencia y la técnica surgió ese otro delirio de la sociedad de la “Forma-vida-frenesí” (Pachón, 2010, p. 136): la inmensa catedral del progreso, progreso que en Hombres y engranajes criticó Sábato, tal como un siglo antes ya Baudelaire lo había criticado al percatarse de que el progreso material no se puede confundir con el progreso espiritual: “Es fácil, en efecto, probar la superioridad del avión sobre la carreta, pero ¿cómo probar el progreso moral o político?” (Sábato, 1973, p. 45).

Para Sábato, la idea de progreso está necesariamente unida a la de secularización. Y en esto tiene razón. No se puede imaginar un mundo que avanza en manos de lo poderes desplegados desde el pecho del hombre sólo, sin una mentalidad que ha matado a Dios, que ha convertido la religión en algo exterior, en prácticas institucionales no arraigadas en la moralidad del hombre, o lo que el joven Hegel llamaba la “positividad” religiosa, y se ha convertido en secretario de su voluntad ahora omnipotente y libre. El hombre abandonado a sus propias fuerzas y dispuesto a conquistar, en el “término de la distancia” y del tiempo, el mundo histórico y la naturaleza.

III

En Persona y democracia (1958) escribió María Zambrano:

“Que estamos viviendo una crisis no parece que sea discutible. Y en una crisis algo muere. Creencias, ideas vigentes, modos de vivir que parecían inconmovibles […] en la crisis no hay camino, o no se ve. No aparece abierto el camino pues se ha empañado el horizonte […] Ningún suceso puede ser situado. No hay punto de mira, que es a la vez punto de referencia […] Se está a la vez vacío y aterrorizado” (2004, p. 38-39. Supresiones fuera del texto).

Con este texto podemos describir bien la sensación que, incluso, empezó a percibirse antes de la Gran Guerra y que, desde luego, se acentuó con ella y con el posterior advenimiento de los fascismos de distinto cuño, junto con la Segunda Guerra Mundial. Era la sensación de crisis manifiesta en la escena desde las postrimerías del siglo XIX y que se reflejó a su manera en autores como Bergson y su oposición al mecanicismo, al materialismo y a la evolución de Spencer; se reflejó igualmente, en la crítica de Nietzsche al progreso, a la ciencia, a la masa; en la crítica que realizó George Simmel en Metrópolis y vida mental (1903) kal dinero y a los efectos de la ciudad sobre la vida nerviosa y la vida cotidiana del hombre, su mecanización y reducción a objeto intercambiable, tal como lo había expuesto con brillantez erudita Karl Marx. Ya en el siglo XX la sensación de crisis aumentaba. En estos años dice Martín Heidegger:

“…la sofocante atmosfera, el hecho de ser un tiempo de la cultura exterior, de la vida rápida, de una furia innovadora radicalmente revolucionaria, de los estímulos del instante y, sobre todo, el hecho de que representa un salto alocado por encima del contenido anímico más profundo de la vida” (Citado en Safranski, 2003, p. 45)

El sentimiento de crisis era generalizado. Se expuso en la literatura con Hesse y otros, en el manifiesto de la decadencia de Occidente de Oswald Spengler; lo señaló claramente Max Weber en sus juicios pesimistas sobre el futuro del individuo y la cultura en las sociedades de la razón formal; lo exponía Georg Lukács en su libro Historia y conciencia de clase al mostrar, uniendo a Marx y a Weber, la reducción de todo a mercancía cosificadora e impersonal; lo sentía Max Scheler y el sentimiento anidaba también en hombres como Carl Schmitt. Algo, en efecto, había cambiado. Algo “moría” creando zozobra e inseguridad; el horizonte se había empañado y lo que antes era tierra firme donde posarse, ahora era arena movediza, pues los pilares de Occidente, de la modernidad, sus “ideas y creencias”, habían muerto o estaban en convalecencia. Se sentía vértigo, terror y vacío interior. Se habían debilitado los fundamentos, el nihilismo de Nietzsche se realizaba aquí en la tierra. Pero ¿por qué había sucedido esto? La respuesta es compleja: los avances de la sociedad burguesa, de la era del capitalismo y sus concomitantes procesos de racionalización, formalización y organización de la sociedad, habían producido la pérdida del sentido, la desaparición del horizonte-guía. Esos procesos convirtieron al hombre en un esclavo de sus necesidades económicas; en un ser que vive para el trabajo, en un ser alienado que no se reconocía en los productos de su creación tal como lo exigía Hegel un siglo atrás. El resultado fue la sensación del empobrecimiento de la vida, de la espiritualidad, de la “realidad real” mecanizada. Era así y la vida de engranaje del hombre sometido a la velocidad de la ciudad y a los nacientes medios de comunicación, prensa y radio, en la sociedad de masas, mostraba un mundo donde todo se volvía gaseoso. De tal manera que las monstruosidades de la Primera Guerra Mundial fueron tan sólo el preludio del canto generalizado del hundimiento de la cultura de Occidente.

Esa sociedad, era producto, como dice Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) de: “la democracia liberal, la experimentación científica y el industrialismo” (1983, p. 73). Experimentación científica e industrialismo producto de la ciencia y la técnica en matrimonio- inmoral a veces- con el capitalismo; y democracia liberal, que como bien lo pusieron de presente Spengler y luego la Escuela de Frankfurt, tendía al autoritarismo y la dictadura. Todos estos principios ubicables desde el siglo XVII, pero como bien lo anota Ortega, en consolidación especial durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época moría una visión del mundo, entraba en crisis. Todo el mundo lo decía. María Zambrano lo exponía también en su libro La agonía de Europa, escrito en 1940 y publicado en 1945. Y a ese mismo “espíritu de la época” pertenecía Sábato. Su libro Uno y el universo de 1945 refleja ya ese “desencanto del mundo”; es la denuncia de la crisis y también la conciencia de que la ciencia y la ética están separadas o poco tienen que ver entre sí: “Estrictamente, los juicios de valor no tienen cabida en la ciencia, aunque intervengan en su construcción” (Sábato, 1968, p. 30). Era la misma denuncia que había hecho Max Weber en su conferencia de 1919 titulada La ciencia como profesión, donde además había puesto el dedo en la llaga al decir que la ciencia no le daba sentido a la vida y nada podía decir sobre eso. También lo había advertido en 1924 Bertrand Russel en su libro Ícaro o el futuro de la ciencia. Sábato lo expuso en Uno y el universo (Ibíd., p. 31) y lo repitió magistralmente en Hombres y engranajes seis años después:

“La ciencia estricta- la ciencia matematizable- es ajena a todo lo que es más valioso para el ser humano: sus emociones, sus sentimientos, sus vivencias de arte o de justicia, sus angustias metafísicas. Si el mundo matematizable fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un castillo soñado, con sus damas y juglares: también lo serían los paisajes de la vigilia, la belleza de un lied de Shubert, el amor. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos nos emociona” (1973, p. 39).

Esta valoración sobre la ciencia no cambió desde entonces en Sábato. Lo ha venido afirmando en sus libros posteriores, ya sea en sus novelas, ya sea en sus memorias de 1998 o en su libro La resistencia del año 2000. Es la certeza de que la ciencia reduce al hombre; se basa en la abstracción de lo humano, de lo concreto, de lo cotidiano; es la convicción de que la ciencia no tiene que ver con aspectos fundamentales de la vida, los deseos y las necesidades humanas más trascendentales, más importantes. Es la creencia de que la Verdad de la ciencia no nos salvará. En Sobre héroes y tumbas de 1961, novela parte de la trilogía que sigue a El túnel (1948), nos dice: “Creo que la Verdad está bien en las matemáticas, la química, la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza” (S.f., p. 197). Y en Abaddón el exterminador de 1974, al referirse a la publicación de Hombres y engranajes y a las críticas negativas que suscitó, sostiene: “Hablaba de la otra alienación, de la tecnológica. Y de la tecnolatría. Me acusaban de reaccionario por atacar la ciencia. La herencia del pensamiento ilustrado. Resulta que para ser partidario de la justicia social tenés que arrodillarte ante una pila de Volta” (2004a p. 185). Y si esas declaraciones fueron un escándalo, dice Sábato, la crítica se hizo normal en los años posteriores con libros como los de Marcuse, pero “claro, yo era un pobre escritor suramericano”.

En lo anterior hay varios aspectos importantes y a resaltar. Sábato no ha declinado en sus convicciones sobre la política y la ciencia. Y esto se dice en el siguiente sentido. En primer lugar, si bien Sábato perteneció al Partido Comunista, es claro que se retiró de sus filas ante el resultado de la experiencia soviética. Esto es claro en sus memorias. Ese retiro no implicó que el escritor argentino dejara de lado las reivindicaciones humanistas de Marx y su crítica del capitalismo, su explotación, cosificación y la miseria que produce a lo largo y ancho del globo. Allí sostiene:

“No hay dictaduras malas, ni dictaduras buenas, todas son igualmente abominables, como tampoco hay torturas atroces y torturas beneficiosas. Y la lucha contra el capitalismo no debería haberles impedido el repudio de los actos que atentaban contra la dignidad de la criatura humana, cualquiera haya sido el nombre de la ideología que pretendía justificarlos” (2004b, p. 52).

En segundo lugar, Sábato es, como gran parte de la generación de las posguerras, un duro crítico de los postulados de la Ilustración. Como se dijo, él es hijo de su época y su obra está transida por la crisis de Occidente, por la crítica de la civilización capitalista y sus efectos, así como por su desconfianza ante la ciencia y la técnica. Por eso dijo en Abaddón: “Soy poco más que un escritor que me vengo planteando desde hace casi treinta años- es decir desde los años 40 cuando inicia su obra, D.P- el problema del hombre. De la crisis del hombre” (2004a, p. 184). En este sentido, su crítica se emparenta con la hecha por la Escuela de Frankfurt, especialmente, por sus autores más representativos: Adorno, Horkheimer y Marcuse. Recordemos que en esos años, cuando Sábato inicia su carrera literaria, no sólo se contaba ya con las críticas de Heidegger a la técnica- desde 1941 en un texto que se conoce entre nosotros como Conceptos fundamentales donde habla de la técnica como una “forma de interpretación del mundo” que determina los medios de transporte, la distribución de alimentos y la industria del ocio, sino “toda actitud del hombre en sus posibilidades” (Heidegger, 1994, p. 45)- sino que la Escuela de Frankfurt había publicado dos textos significativos: El estado autoritario (1940) de Horkheimer y la influyente Dialéctica de la Ilustración (1944, 1947). Pues bien, esta última obra hizo carrera posteriormente. Era una crítica a la Ilustración, a su unilateralidad y la denuncia de ese proyecto al convertir la razón en dominio y al reducirla al proyecto de la autoconservación. Era una obra- entre otras cosas- pesimista sobre los resultados del proyecto moderno y contenía un diagnóstico bastante oscuro de la civilización. Allí, la Ilustración era mito y el mito ya era “signo de aquella disciplina y aquél poder que Bacon exaltara como meta” (Horkheimer y Adorno, 2009, p. 63). Por lo demás, esa crítica sería profundizada en Crítica de la razón instrumental de Horkheimer y en obras posteriores de Herbert Marcuse, entre ellas, su popular El hombre unidimensional de 1964. Adorno, Horkheimer y Marcuse también pusieron de presente algo que ha acompañado la reflexión de pensadores como Sábato y María Zambrano, a saber, que la civilización reprime las pasiones y la interioridad humana. En el libro citado, sostuvieron los dos primeros:

“Por debajo de la historia conocida de Europa corre una historia subterránea. Es la historia de la suerte de los instintos y las pasiones humanas reprimidos o desconfigurados por la civilización” (2009, p. 277).

Sábato acoge en su pensamiento esa visión pesimista sobre la civilización, su crítica de la razón y la denuncia de la reducción del hombre moderno en manos de la tecno-ciencia. Sobre la razón dijo en Heterodoxia de 1953:

“La Razón es unificadora, pero eso no implica que la realidad sea una: también el ejército uniforma a sus soldados y, no obstante, los hombres son desiguales” (1973, p. 177),

Pero no Sábato no se queda ahí; él también, como los miembros de la Escuela de Frankfurt le apostó a la emancipación humana, a un mundo justo, a la construcción de un hombre integral, artístico: “Sería necesario inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la geometría (2004a, p. 190). El también denunció la deshumanización disfrazada de humanismo, pero lo hizo propositivamente.

IV

Entre la nostalgia y la aurora del futuro

“El hombre se expresa para llegar a los demás,

para salir del cautiverio de su soledad”.

Ernesto Sábato (2000, p. 21)

La obra de Sábato está marcada por la época de la “Vida dañada” para decirlo con Adorno. Se inscribe en el marco de la humanidad huérfana, los niños calcinados por las bombas, las mujeres y los hombres arrastrados hasta el desgaje paulatino de una dignidad que les rodaba por los cuerpos y se sepultaba en los pantanos nauseabundos de los campos de concentración; la guerra que no derrotó al psicoanalista y filósofo Viktor Frankl y que lo llevó a escribir ese bello libro El hombre en busca de sentido: un manifiesto del amor a la vida en medio de la calamidad y la catástrofe. Es todo esto lo que explica esa tristeza en los libros de Sábato, una tristeza que transporta y que va, muchas veces, en busca de la lágrima de algún lector sensible. Esas lágrimas que se desgajan y resbalan desde las entrañas, desde un interior que sufre ante la imposición de una calamidad, de una indignidad o indignación bebida y enrostrada por algún libro del escritor argentino. Hay en Sábato melancolía y nostalgia por un hombre que aún no es, por un hombre que debió haber sido realmente un hombre, realmente humano. Es la época de la “vida dañada”, destrozada por el consumismo, por el hiperdesarrollismo, el deterioro ambiental, las guerras, el hambre, los genocidios, las desapariciones, las torturas, la época de la tanatofilia, la que le da ese amargo sabor a las palabras y a la literatura del autor de El túnel (1948), ese túnel interior del mismo autor. Por eso escuchamos a Sábato decir: “Los cielos y la tierra se han enfermado” o esa confesión con la que inicia su primera novela:

“En realidad siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizás sea una forma de defensa de la especie humana. La frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica que antes sucedieran meno cosas malas, sino que -felizmente- la gente las hecha en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y ,así, casi podría decir que ‘todo tiempo pasado fue peor’, sino fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tanta malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo d la vergüenza. […] Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración” (1984, p. 11-12. Supresión fuera del texto).

Es bien sabido que la obra de Sábato está influenciada por el surrealismo y que si bien hizo algunos juicios negativos sobre el movimiento y sobre la falta de rigor filosófico de Bretón, éste está presente en sus libros, por ejemplo, en el famoso informe sobre ciegos contenido en Sobre héroes y tumbas. Sin embargo, por pertenecer a la época de lo que podríamos llamar “el segundo desencantamiento del mundo”, esto es, la bisagra que va desde la crisis de la modernidad tardía hasta los cantos verde-florecientes de la posmodernidad, es el existencialismo el que marca su producción escrita. De ahí ese pesimismo corrosivo, esa tristeza, esa reivindicación del individuo libre y social y la denuncia de su mutilación. Sábato debe, entre otras cosas, la traducción al francés de El túnel al aval y al apoyo de ese hombre luchador, crítico de occidente, de las dictaduras, etc., que fue Albert Camus. Y esa experiencia fue fundamental en el pensamiento de nuestro autor, sin embargo, y como muchas víctimas de esa generación dolida, Sábato no se quedó en la inactividad, ni se entregó a la desesperación destructiva. Le apostó al compromiso que enarbolaba Sartre en su obra y en su quehacer político.

Ernesto Sábato hizo de la escritura no sólo un desahogo, no sólo una confesión como toda escritura es, sino también un activismo. Un activismo en sus libros, en sus mensajes de esperanza en un mundo vacío y huérfano. Como es harto conocido participó de la política Argentina- gracias a lo cual ha recibido severas críticas- en algunos puestos burocráticos, pero siempre se retiró a tiempo de esos gobiernos represivos que siguieron a la caída del peronismo en 1955. Y fue así como se comprometió en su labor pública más humanitaria y más reconocida: a la CONADEP, Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas, producto de la dictadura Argentina. De ahí salió el conocido informe “Nunca más” en 1984. Esto es sólo prueba de su compromiso como escritor, labor a la que se refirió en sus memorias:

“El escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que, enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la persona humana” (2004b, p. 54)

Si bien Sábato sabía que en estos tiempos de las modas, los diseños, la imagen, la apariencia, el culto a la belleza, la era de la imposición del objeto sobre el sujeto pro medio de la seducción para decirlo con Baudrillard, el mercado y las técnicas de inducción al consumismo, etc., la escritura “se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda” (Ibíd., p. 81), esto es, a la industria cultural de la imitación, el esquematismo, los estereotipos y la repetición (Adorno y Horkheimer, 2009, p. 169, 175, 179, 180), su compromiso como escritor no ha cesado; así como no ha cesado su crítica a la inhumanidad del mundo actual y su crítica a la empobrecimiento del individuo y la unidimensionalidad de la razón:

“Escindido el pensamiento mágico y el pensamiento lógico, el hombre quedó exiliado de su unidad primigenia, se quebró para siempre la armonía entre el hombre consigo mismo y el cosmos” (2004b, p. 109)

Una vez en este punto, una vez mostrada la crítica de Sábato a la civilización, este es el punto de partida idóneo para empezar a mostrar ¿qué es lo que Sábato propone? ¿Cuáles son los valores que defiende? ¿Cuál es la humanidad con la que sueña a pesar de su pesimismo y su desconfianza? ¿Cuál es su humanismo?

En Sábato ha habido siempre una puesta por el arte. Es la creencia de que en este mundo sólo el arte puede salvarnos, el arte y lo que enseña, lo que muestra, lo que devela; la belleza que arroja. Es como si siguiera a Hegel cuando decía que el arte era la manifestación sensible de Dios, de la bondad y la belleza aquí en esta tierra, a través de lo sensible. En sus memorias tituladas Antes del fin (1998), cuyo título tiene el sabor de testamento, casi de última confesión, sostiene: “…en tiempo de crisis total sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente, en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía” (2004b, p. 70). Este es el papel del arte, de la creación, “esa parte del sentido que hemos conquistado en tensión con la inmensidad del caos” (Ibíd.).

El arte apresa lo absoluto y en este intento también la literatura cumple su función. No se trata de una evasión al mundo ideal, sino siempre es una vuelta a aquello que dialoga entre el hombre y el cosmos, como decía Zambrano; es el regreso y siempre el encuentro con el alma misma del hombre que padece la realidad, que aprende padeciendo, y que sufre su propia trascendencia. Lo que está detrás de estas concepciones es el deseo de restituir la unidad del hombre consigo mismo y con su mundo; es re-hacer lo que la razón moderna ha roto, ha separado, ha resquebrajado.

“El arte fue el puerto definitivo donde colmé mi ansia de nave sedienta y a la deriva. Lo hizo cuando la tristeza y el pesimismo habían ya roído de tal modo mi espíritu que, como un estigma, quedaron para siempre enhebrados a la trama de mi existencia. Pero debo reconocer que fue precisamente el desencuentro, la ambigüedad, esta melancolía frente a lo efímero y precario, el origen de la literatura en mi vida” (2000, p. 85-86)

En efecto, “Sólo el arte puede salvarnos” es lo que retumba como eco en estas palabras. Pero si algo ha de salvarnos, ha de hacerlo salvándolo todo, al ser humano como ser íntegro. Y es aquí de nuevo dónde el arte aparece como integración, como restitución de una unidad hecha añicos por los avances de una civilización donde el individuo es sólo un “átomo cápsula”. Es la superación de la “ambigüedad”, de la escisión y el desgarramiento. Y ese desgarramiento es doble. El del hombre y su interioridad y sus otras dimensiones; y el del hombre con el hombre, con su mundo y su entorno. Es una doble herida que hay que sanar.

Sábato denunció la pérdida de ciertos valores en la sociedad moderna, en la sociedad del espectáculo y los cachivaches. Y los responsables de esa pérdida fueron el racionalismo, el materialismo y el individualismo. Al sobrevalorarse “lo racional, fue desestimado todo aquello que la lógica no lograba explicar” y por eso la razón se lanzó a la conquista de todos los abismos allende a su poder unificador. La soberbia de esa razón aniquiló al Otro, a lo Otro. Y en este sentido la razón generaliza, pues nos hace “concebir más cosas de las que jamás percibimos” (Bergson, 1972, p. 143). Pero “¿Cómo puede ser una falsedad las grandes verdades que revelan el corazón del hombre a través de un mito o de una obra de arte?” Sábato supo que rechazar lo que Bataille llamó lo “heterogéneo” (y que Foucault supo explotar en u obra), lo Otro, lo excluido del mundo racional, es una ingenuidad y un crimen, un abuso, pues

“El mito, al igual que el arte, expresa un tipo de realidad del único modo en que puede ser expresada. Por esencia es refractario a cualquier tentativa racionalizadora, y su verdad paradójica desafía a todas las categorías de la lógica aristotélica o dialéctica” (2000, p. 59).

Por su parte, el individualismo ha roto la comunidad. Ese individualismo es propio de la modernidad, de la era liberal. Es fruto de la competencia que ha impuesto como forma de vida la sociedad capitalista. De ahí la desintegración, la lucha mutua, “a muerte”, como decía Hegel en la Fenomenología del espíritu (1807). De ahí la imposibilidad de crear una sociedad con lazos verdaderamente humanos; lazos rotos y abrazos rotos por el proceso de secularización moderna que enalteció al individuo, tomándolo como fundamento del liberalismo y la democracia moderna (Bobbio, 1993, p. 49)

El materialismo, por su parte, ha hecho del hombre un esclavo, que arrastra su propia vida tras la satisfacción de necesidades falsas, creadas por el deseo impuesto por el sistema capitalista, por el ansia voraz de seres abocados al consumismo. Esta ha sido una actitud totalmente irracional, pues no tiene en cuenta que los recursos del planeta son limitados. Y mientras la población crece, los recursos disminuyen. Así, el conflicto futuro es inevitable. Eso lo sabe cualquier escolar lector de Darwin o Malthus. Por eso hay que controlar la población, pues de lo contrario, dice Sábato, estaremos asistiendo a un “desierto superpoblado”.

En las sociedades actuales los mass media han profundizado la escisión, el individualismo, el narcicismo y el hedonismo, tal como lo ha mostrado- con cierto entusiasmo valga decir de paso- Lipovetsky. Los medios en general han llevado a la cima lo que Marx llamó el “fetichismo de la mercancía”, a la vez, que en el caso de la televisión, se ha profundiza la soledad del hombre. Por eso “la televisión es el opio del pueblo”. Y como todo opio, según es la creencia generalizada, embrutece: “El estar monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma” (2000, p. 16). Y junto a la soledad y el aislamiento que los medios producen, lo cual ya sabía Adorno en sus estudios sobre las industrias culturales, aparece una mayor deshumanización de las relaciones sociales, de los vínculos orgánicos entre los hombres, pues, por ejemplo, las formas actuales de “comunicación”- en los cuales no somos realmente activos, sino pasivos, como ha dicho Slavoj Žižek, pues nos despojamos de la responsabilidad de en-carar al otro y descargamos nuestros sentimientos en la máquina o mediados por ella-, son más abstractas, impersonales e implican en realidad un “alejamiento del corazón de las cosas”, por eso, dice Sábato, y en conjunción con lo anteriormente dicho, “el hombre está perdiendo el diálogo con los demás”. De ahí que la computadora es “esa pantalla que será la ventana por la que los hombres sentirán la vida” (2000, p. 19).

¿Cuál es, realmente, el humanismo del que habla Sábato? ¿Cuáles son esos valores que reivindica para humanizar al hombre? Frente a las prédicas actuales de un post-humanismo, que Peter Sloterdijk ha desempolvado de la lectura de la Carta sobre el humanismo de Heidegger, con Sábato se da una apuesta por la reivindicación-que no domesticación- de cierto tipo de humanidad. Y es que podemos decir, que mientras el mundo no esté bien, esto es, mientras exista el hambre, la violencia, la injusticia, la muerte prematura de vidas no realizadas e incompletas; mientras hayan niños con hambre, mujeres maltratadas, personas sin salud, ancianos a la deriva de sus últimas soledades; mientras el hombre siga con la fiesta de la auto-antropofagia es válido conservar una vena de utopía y humanismo. La utopía que es, valga decir de paso con Ferrater Mora, el deseo mismo de que la “realidad se transforme”, lo cual hace parte de toda realidad, de la realidad misma (1972, p. 167). Se trata pues, de un humanismo en devenir, no de una cartilla de crianza hecha para la eternidad mientras el hombre cambia.

En Antes del fin nos dice el escritor argentino: “La solidaridad adquiere entonces un lugar decisivo en este mundo acéfalo que excluye a los diferentes. Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia” (2004b, p. 168). Esta afirmación le puede parecer a más de uno una vieja nostalgia por un tiempo que se ha ido, por valores que se han evaporado gracias a la dinámica misma de la sociedad moderna, pero no se trata de eso. Al respecto ha dicho Sábato: “No hablo por añoranza de un tiempo legendario del cual aquellos que lo vivimos nos pudiéramos vanagloriar” (2000, p. 64). Para nuestro autor se trata, no de darle vuelta atrás a la rueda de la historia, sino de enmendar y recomponer lo que en ella se ha salido de madre, sus efectos nocivos. De tal manera que no se trata de des-hacer la ciencia, la técnica, sino de resistir frente a este mundo y postular la recuperación de algunos valores necesarios para la convivencia, la justicia y la libertad real del hombre. El problema que vemos es que Sábato no se adentra en la complejidad que implica tratar de recuperar valores propios de sociedades más tradicionales en medio de una civilización des-religada (para recordar a Zubiri) o des-tradicionalizada para decirlo con Antony Giddens.

Interesa señalar aquí que para Sábato en la actual sociedad se ha perdido la solidaridad, el afecto, la vergüenza; se ha renunciado, en medio de lo que podemos llamar el fervor del “enclaustramiento por lo técnico” de la “forma-vida-frenesí” a experiencias profundas como el amor y la amistad; nos hemos despojado de la entraña, nos hemos vaciado más y vagamos con la “conciencia arrobada” y con la atención fragmentada por los destellos del espectáculo, del consumo, la mercancía y los millones de bites de información que nuestros endebles cerebros no alcanzan a procesar; el homo videns de Giovanni Sartori que ha perdido la capacidad del pensamiento abstracto se ha vuelto una marioneta de los medios, de la información, de la sociedad autómata. Todo sin que él sepa nada de la alienación frente a su mundo; sin que le interese siquiera. Es por todo esto que Sábato propone la “salvación por los afectos”; el encuentro, el diálogo en los cafés, el intercambio y el reconocimiento con el otro o lo que hoy llamamos interculturalidad. Su pensamiento es la apuesta por la sonrisa, la alegría, las caricias, la belleza, la bondad, pues “únicamente los valores del espíritu nos pueden salvar” (p. 14). Y debemos hacer algo, pues “No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo” (p. 129). Y esa lucha contra la inacción es necesaria pues “sobre nuestras generaciones pesa el destino, es ésta nuestra responsabilidad histórica”.

Para finalizar sólo queda recordar que en Persona y democracia, libro que leyó Sábato, María Zambrano al hacer un diagnóstico del presente sostuvo: “algo se ha ido para siempre, ahora es cuestión de volver a nacer, de que nazca de nuevo el hombre en Occidente en una luz pura reveladora que disipe como en un amanecer glorioso, sin nombre, lo que se ha perdido” (2004, p. 12), pues nos encontramos en una de “las noches más oscuras del mundo que conocemos” (Ibíd.). Frente a esto, y con esto, habría que recordar también, que ”Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humano se haya perdido” (Sábato, 2004b, p. 177).

Estas son las enseñanzas de un intelectual comprometido, doliente; de un hombre cuyos libros respiran una aleccionadora y edificadora erudición; un hombre de ciencia, también de filosofía pues llegó a decir: “Hablar mal de la filosofía es, inevitablemente, hacer también filosofía. Pero mala” (1973, p. 104); de una persona que se hizo en los golpes con la vida, con el peso del universo sobre sí, como decía Simon Weil; de un gran escritor suramericano a quien la muerte, la posibilidad irrebasable, no parece asustarlo, pues descenderá a ella, a la noche oscura y su abismos, con la satisfacción de una visa por fin completada, hecha una totalidad gracias al momento final.

Bibliografía citada

Adorno Th. Horkheimer, M. (2009). Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Editorial Trotta, S.A.

Bergson, Henry. (1972). El pensamiento y lo moviente, Buenos Aires, Editorial La Pléyade.

Bobbio, Norberto. (1993). Liberalismo y democracia, México, Fondo de Cultura Económica.

Ferrater Mora, J. (1972). Las crisis humanas, Navarra, Salvat Editores, S.A.

Heidegger, Martín (1994). Conceptos fundamentales, Barcelona, Altaya.

Onfray, Michel. (2008). La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, Barcelona, Anagrama.

Ortega y Gasset, J. (1983). La rebelión de las masas, Barcelona, Ediciones Orbis, S.A.

Pachón Soto, Damián. (2010). “Crítica y redefinición de la categoría de progreso. Hacia una Forma-vida-orgánica”, en: Revista de ciencia Política, No. 9, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia.

Sábato, Ernesto. (1984). El Túnel, Bogotá, Seis Barral.

______________(S.f). Sobre héroes y tumbas, Madrid, Espasa-Calpe, S.A.

______________(1968). Uno y el universo, Buenos Aires, Editorial Suramericana. S.A.

______________(1973). Hombres y engranajes. Heterodoxia, Madrid, Alianza Editorial, S.A.

______________(2000). La resistencia, Buenos Aires, Seix Barral, S.A.

_____________(2004a). Abaddón el exterminador, Barcelona, Seix Barral, S.A.

_____________(2004b) Antes del fin, Bogotá, Casa Editorial El Tiempo.

Safranski, R. (2003). Un maestro de Alemania. Martín Heidegger y su tiempo, Barcelona, Tusquets editores.

Zambrano, María. (2004). Persona y democracia, Madrid, Ediciones Siruela.

Comentarios

  1. Este ensayo, lo tomé como un aliciente para esta soledad que nos abruma; cuando compartimos con otros puntos de vista, sentimos compañía así sea a la distancia.

    Muy agradable, dinámico, sin rodeos y sobre todo en un lenguaje fluido, fácil de interpretar. Hoy en la mañana quise saber de la vida de Sábato, de su cumpleaños número cien y me encontré con este ensayo. Felicitaciones, es como pan fresco.

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  2. Hace doce días estaba leyendo este artículo, con la profunda alegría, de saber que Sábato cumpliría muy pronto sus cien años, hoy vuelvo a él, motivado por la nostalgia de la muerte del escritor, que hace muchos años ya, había vencido a la muerte.

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