La guerra y los karmas de Occidente.
Por: Damián Pachón Soto.
En
el Prefacio a Los condenados de la tierra de Franz Fanon, escribía el
filósofo francés Jean Paul-Sartre: “nada más consecuente entre nosotros que un
humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino
fabricando esclavos y monstruos”, y agregaba: “Europa ha fomentado las
divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado por
todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las sociedades
colonizadas”. Estas palabras de Sartre deben resonar hoy, pues algunos de los
problemas actuales que padece el primer mundo, como por ejemplo, las
migraciones, los refugiados y la amenaza terrorista, son, en muchos casos, consecuencias
de la política colonialista ejercida por países del centro sobre la periferia y
el llamado Sur Global.
Los
hechos denunciados por Fanon en el libro y por Sartre en el Prefacio, en 1961, son
sólo un efecto de un proceso iniciado mucho antes, por lo menos desde el siglo
XV cuando los portugueses, intentando llegar al sistema interregional asiático-africano,
donde Europa era tan solo una península occidental de una globalización
oriental mucho más rica y desarrollada, iniciaron el comercio de esclavos
negros extraídos de África; esa época donde un caballo se intercambiaba por 15
negros. Después, con la formación del “sistema-mundo”,
como lo llamó Immanuel Wallerstein, desde 1492 y la segunda expansión europea hacia
el Atlántico, las cosas empeoraron. Europa crea periferias y semiperiferias y
aquello que no es Europa pasa a formar el espacio del no-ser, de esos seres
prescindibles, matables, desechables, asesinables, superfluos, por ser
bárbaros, primitivos, cuasihumanos. La periferialización ejercida por el centro
llevó a una degradación ontológica del otro, donde se empezó a dudar de su ser
mismo, de su humanidad, pues el Centro es, y la Periferia no-es, como diría
Enrique Dussel.
Desde
el siglo XVI Europa cartografía y periferializa con sus dispositivos coloniales
e imperiales el mundo. La periferia asiática, africana y americana es solo una
gran torta que los países del centro europeo se repartieron por más de 400 años;
fueron lugares de donde se extrajeron recursos, pero también donde se
deshumanizó al negro, al indio, al aborigen, cuyo trabajo gratis transfirió plusvalor
a Europa, la cual pudo desarrollar el capitalismo en Inglaterra. Este no es más que una acumulación por
desposesión, como diría David Harvey: desposesión de la tierra, del suelo,
del agua, los minerales preciosos, los recursos, las riquezas. Estas
desposesiones producto del ejercicio colonial de la guerra y la violencia
determinan hasta hoy el mapa mundial de exclusión, la marginalización, la
miseria y la pobreza: el Sur global es el condenado de la tierra y el escenario
de los intereses geopolíticos de Europa, Estados Unidos y, hoy, de China.
Fuera
de Europa, de Occidente, se han repetido continuamente actos de degradación de
los cuerpos y de la vida, actos de inhumanidad. Basta recordar este párrafo del
padre De las Casas hablando de la barbarie española en América: “Los
cristianos, con sus caballos, espadas y lanzas, comenzaron a hacer matanzas y
extrañas crueldades con ellos. Entraban en los poblados. No dejaban niños ni
viejos ni mujeres embarazadas a quienes no les rasgasen los vientres y las
hicieran pedazos, como si fueran corderos. Hacían apuestas sobre quien, de un
solo tajo, abrían al hombre al medio, o si de un solo golpe le arrancaban la
cabeza o le abría las entrañas. Tomaban a los niños de los pechos de sus
madres, por las piernas, y golpeaban con sus cabezas en las rocas”.
Pero
esta escena se ha repetido con distintos matices y grados de crueldad durante
gran parte de la modernidad en África y en Medio Oriente; desde la colonización
del Congo, de Argelia, de Suráfrica, la India hasta las intervenciones de Estados
Unidos, diversos Estados europeos y la antigua Unión Soviética en Medio
Oriente. Los casos de Libia, Afganistán, Irak, son ilustrativos. Son millones
de muertos los que ha producido esa lógica colonial hecha en nombre de la
libertad, la democracia, el progreso, los derechos humanos, los valores
civilizatorios modernos y el comunismo. Para la muestra un botón: “En Argelia,
después de 15 años de guerra entre 1830 y 1845, la brutalidad de los franceses,
las hambrunas y las enfermedades se cobraron la vida de un millón y medio de
argelinos, casi la mitad de la población…En Irak, ciento sesenta y cinco mil
civiles murieron a manos de los Estados Unidos y sus aliados en los últimos
trece años”, sostiene Zbigniew Brzezinski en Toward a Global Realignment (2016).
Ahora, tampoco se puede ocultar el gran impacto que tuvo la Guerra Fría entre
Estados Unidos y la Unión Soviética y los estragos de esa disputa geopolítica
en Oriente Medio, pues el socialismo real también fue imperialista y frente a
los opositores manejó la misma dicotomía schmittiana: la política es la relación
amigo-enemigo, y este último, en la guerra total, debe ser aniquilado.
Esto
ocurre en plena modernidad, no en el mal llamado oscurantismo. La modernidad no
se puede separar de la dinámica capitalista. Desde luego no son lo mismo, pero
los valores modernos posibilitaron el despliegue de un nuevo modo de producción
(la secularización de la ciencia, por ejemplo) que incluso se puso contra los
valores emancipatorios de la modernidad: el capitalismo ha saboteado las
promesas emancipatorias de la modernidad, deslegitimándola, socavándola. La
modernidad misma se convierte en un holocausto para la vida a pesar de sus
promesas de libertad y dignidad. Lo que queda después de ello, es el regreso a
la barbarie, el retroceso, la crítica de la razón y el eterno retorno de la
guerra, la intolerancia y la violencia.
Por
otro lado, si pensamos la geopolítica como un tablero de ajedrez, es claro que
la podemos concebir como un espacio antagónico, estratégico y táctico donde el
objetivo es imponer una hegemonía sobre el otro. Se trata de una disputa por el
poder político, económico, cultural y donde también están en juego bienes
simbólicos como el prestigio de las naciones. Pero la geopolítica también es
biopolítica porque afecta las vidas de las gentes, de los pueblos, porque
gobierna y permite administrar los cuerpos y las posibilidades de existencia y
reproducción de las vidas mismas. En este sentido, es claro que el sistema
mundo formado a partir de 1492, donde se distingue ontológicamente entre el ser
del Norte y el no-ser del Sur, permitió crear lo que llamaré una geoantropolítica
donde la humanidad de los más débiles es regateada, negada. La vida de los
habitantes del Sur, de los colonizados, pero también del Medio Oriente
pareciera tener menos valor, menos dignidad. Desde esta lógica tanatopolítica,
la vida de unos vale más que la de otros. Por eso, no es lo mismo un atentado
en Madrid, Paris o Londres, que los atentados terroristas en África o en Medio
Oriente. Así, aparecen humanos de primera, segunda y tercera categoría, con lo
cual se manda al traste los incontables esfuerzos de la humanidad por extender
eso que se llama el género humano en condiciones iguales de dignidad y
libertad. Ese fracaso pone en evidencia lo denunciado por Sartre y por muchos
otros desde América Latina, a saber, el carácter selectivo del humanismo
occidental, su falso universalismo, su sesgo, sus cegueras y su hipocresía.
Parte
de los problemas que padece la Europa actual, como ya se dijo, son producto de
las herencias coloniales de larga duración. El colonialismo a la antigua acabó,
pero quedaron las heridas, los efectos, las deudas. Europa empobreció tanto a
África y América, que hoy muchos de sus habitantes, condenados al no futuro, a
desaparecer de la historia, al quedarse al margen de los beneficios de la
civilización, migran a las viejas metrópolis buscando un mejor porvenir. Y
Europa no lo reconoce. No asume la mala conciencia ni la responsabilidad
histórica, y simplemente, como antes, abre el grifo poco a poco a los migrantes
deseables y se lo cierra a los indeseables, en fin, los usa estratégicamente
para sus necesidades productivas. Igualmente, las guerras de oriente que
agravan esas migraciones aumentan los desplazados, los refugiados, y
La
guerra actual en oriente, la alineación geopolítica en torno a Israel,
el sesgo de la prensa pro-occidental que no muestra el conflicto de manera
equilibrada (como ocurrió en el caso de Ucrania), solo confirman los efectos
negativos del dispositivo colonial, la existencia de una geoantropolítica y el
humanismo selectivo y racista de la cultura occidental, o lo que es lo mismo, cierto
fracaso de la modernidad y, a su manera, del capitalismo y la mercantilización
de todas las esferas de la vida, donde la humanidad misma es presa de los
intereses económicos. La guerra es la prueba fehaciente del fracaso
civilizatorio de la especie humana y de la perversión de la razón; es el
indicador siempre omnipresente del fracaso del animal racional y sus delirios,
de las posibilidades de deshumanización, es una evidencia de eso que Umberto
Eco llamó retroprogreso…es el triunfo de la barbarie. Cabe aquí recordar lo que
decía el filósofo alemán Theodor Adorno en Mínima Moralia: “solo una
humanidad a la que la muerte le ha llegado a resultar tan indiferente como sus
miembros, una humanidad que ha muerto, puede sentenciar a muerte por vía
administrativa a incontables seres”. Esa humanidad moribunda está representada
hoy en el terrorismo de Hamas, y en el genocidio televisado perpetrado por
Israel contra Palestina. Y con todo, no nos es dable desfallecer, y solo queda
seguir reivindicando la dignidad humana y el derecho de todos a existir, la
paz, la libertad y la democracia, como medios para hacerle frente a esta barbarie.
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