Sobre el fascismo y la "intelligentsia".
Por: Damián Pachón
Soto.
Universidad Industrial de Santander (Colombia) y Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe, (Japón) .
“Todo fascismo acaba en matar, en querer matar aquello que no quiere reconocer”.
María Zambrano.
En uno de sus ensayos
sobre crítica cultural, recuerda Theodor Adorno un episodio del nazismo donde
el portavoz de la Cámara Cultural del Reich sostuvo: “cuando
oigo la palabra cultura, quito el seguro de mi revólver”. Este episodio tuvo su
análogo en España en el famoso encuentro en la Universidad de Salamanca entre
el fascista Millan Astray y el escritor Miguel de Unamuno, cuando el primero
gritó “viva la muerte, muera la inteligencia”. Ambos solo reflejan la profunda
aversión del fascismo contra la cultura y la inteligencia.
Si la cultura es formación,
bildung, y cultivo del espíritu, y si
tiene que ver también con el respeto por ciertos valores, ideas, principios que
enaltecen al ser humano; y, si, por otro lado, la inteligencia como dispositivo
implica una capacidad para dar respuesta a los retos que el mundo y el ambiente
imponen, entonces, ambos aparecen como enemigos del fascismo. Cultura e
inteligencia tienen que ver con trascendencia, con apertura, son dos aspectos
que trascienden las formaciones sedimentadas, cristalizadas, lo dado; son
aspectos enemigos de la coagulación y marmolización del espíritu. Ambos se
ponen en una relación compleja frente a las realidades y, de hecho, contra las
ideas y las costumbres codificadas. La cultura como formación es un proceso
abierto, que no sólo implica, en un primer momento, una adaptación por medio de
los procesos de socialización a una totalidad cultural vigente, a un cúmulo de
saberes y recetas de conocimiento, a un cierto pragmatismo; pero, en un segundo
momento, exige e implica una capacidad para tomar distancia, para trascender y
crear, abrir posibilidades, porvenires, utopías, esperanzas, dentro de ese
mismo mundo. La formación cultural y la educación capacitan para ello.
Por su parte, la
inteligencia puede ser concebida de dos maneras. La primera, desde el punto de
vista de la sociología del conocimiento equivale a intelectualidad, más
precisamente, alude a un sector social que a partir del famoso caso Dreyfrus en Francia, en 1898, se conoce como los “intelectuales”, sector que se posiciona contra el poder, el abuso de autoridad, la injusticia, la manipulación de la
opinión pública, la corrupción, y que se presenta como un tribunal de la
historia en favor de la verdad. Eso es lo que representa el famoso manifiesto
de los intelectuales que firmaron, entre otros, Emile Zola y Marcel Proust. La
segunda, la inteligencia es una cualidad de la especie que alcanza su culmen en
el ser humano, y que le ayuda a responder a las presiones de su medio, de su ambiente, y que le sirve para solucionar problemas prácticos en pro de la conservación de su vida.
Pues bien, ¿por qué el
fascismo es incompatible con la inteligencia, con la reflexión, con la
educación y la cultura? Son posibles varias respuestas. La primera, porque
surge y ha surgido históricamente como una reacción ante la crisis, ante el
hundimiento de la estabilidad social, ante el riesgo y el empañamiento del
horizonte y del futuro y, por ende, porque esa reacción comporta cierto
automatismo y está motivada principalmente por el miedo, el terror y el
espanto. No hay que olvidar que el miedo se presenta como un daño posible, que
puede ocurrir por un peligro real o imaginario. El fascismo puede producir
artificialmente ese miedo, le basta tener de su lado los medios de comunicación
que le facilitan la propaganda. Ya decía el propio Adorno que: “La prensa es hoy un
ejército con especialidades cuidadosamente organizadas; los periodistas son los
oficiales y los lectores son los soldados”. Sobre todo si los periodistas son
el oráculo de los más perversos fines políticos.
La segunda, porque una
vez interiorizado ese miedo, el fascismo puede canalizarlo, racionalizarlo y
convertirlo en el fundamento de una máquina infernal al servicio de la muerte,
de la tánato-política. Es la instauración de una industria del crimen. Lo
demás, lo que viene después, es solo la patología del poder que instrumentaliza
la política y las instituciones para los más siniestros fines de auto-conservación
de una comunidad asustada y convertida en cómplice de la barbarie. La salvación
requerida lleva al asesinato, la desaparición forzada, la tortura, la
persecución de la disidencia, la eliminación del pensamiento crítico, el
exterminio de la oposición convertida en enemigo interno, el macartismo, el
silenciamiento y la aniquilación, la manipulación mediática. Es la fiesta del
terror. Todo lo anterior fue lo que ocurrió en Alemania y en los fascismos que
azotaron a Europa en las primeras décadas del siglo XX.
Ahora, esta reflexión del
fallecido filósofo colombiano Rubén Sierra Mejía puede dar luces sobre la
incompatibilidad entre fascismo e inteligencia: “En tiempos oscuros, el
pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y a apresurar
las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis
de los asuntos de que se ocupa”. Esos tiempos oscuros son los tiempos de
crisis, de naufragio, y pueden corresponder a condiciones objetivas, pero
también pueden ser una construcción imaginaria, una proyección, una “realidad”
meramente creada. En este último caso, el manipulador es plenamente consciente
de la ideología que irradia, y la sociedad es solamente presa de su estrategia,
de su manipulación. Lo interesante del planteamiento de Sierra Mejía es que
pone de presente cómo en las crisis se encuentra la base del fascismo o el
autoritarismo, se pierde la “prudencia de juicio”, es decir la reflexión, el
pensamiento. En estos casos, la sociedad cae en el delirio colectivo y termina
apoyando las ideologías más funestas y a sus promotores, salvadores o
caudillos. Toda crisis real (o imaginaria) posee en potencia el germen de un
salvador, de un redentor social, sea un Hitler o un Mussolini.
La descripción que hace
María Zambrano en su libro Los
intelectuales en el drama de España pone de presente esa constitutiva incompatibilidad
del fascismo y la inteligencia: “el fascismo pretende ser un comienzo, pero en
realidad no es sino la desesperación impotente de hallar salida a una situación
insostenible […] Se produce el fascismo en una situación social y económica
determinada, sin duda”. Se caracteriza por “el poder de enmascarar, de
falsificar […] El fascismo nos muestra la desgracia que para el hombre es el
conservar las palabras, los conceptos sin vida ya, de cosas que han sido y ya
han dejado de servir”. Esta caracterización apunta a varias cosas: el fascismo
como una respuesta ante una situación crítica, la capacidad de tergiversar la
realidad que comporta, de falsificarla; su impotencia para ver lo nuevo y crear;
su apego a lo viejo, a la tradición, sus estereotipos, sus prejuicios. Su imposibilidad
de renovar el lenguaje y su tendencia a acudir a conceptos ya muertos. Es lo
que ocurre con el recurso a los nacionalismos, el patriotismo, palabras
sentimentales que ya no dicen nada hoy; o también, de apelar a conceptos que ya
“han dejado de servir”, como el castrochavismo, la amenaza comunista o la
perversión de la identidad nacional, etc.
El fascismo se
caracteriza por no poder ver las necesidades de la época, por su incapacidad de experiencia.
Eso explica su cerrazón ante el mundo. Por eso “hay un nudo estrangulado en el
alma del fascista que le cierra la vida”. El fascista, ya sea por constitución
o por estrategia, es negacionista,
tal como hemos visto en Estados Unidos al negar el cambio climático, al negar
la realidad de la constitución heterogénea de la sociedad americana; es la
negación de la historia, del conflicto; es la negación de la paz y de las
bondades que trajo a la sociedad colombiana. El cierre de la vida le impide ver
otros horizontes y por eso le lleva a plegarse sobre lo dado, la tradición, los
privilegios logrados, el statu quo.
Implica “el desprecio del orden de las cosas y de las cosas mismas”, de ahí su
proclividad a evadirse de lo real y el deseo de imponer sus oscuras ideas sobre
la estructura dinámica de esa realidad. Es la ideología fanática la que se le
impone como un corsé al devenir y a la pluralidad de lo real. Por esa cerrazón,
“el fascismo obra sin reconocer más realidad que la suya, porque funda la realidad en un acto suyo de violencia destructora”, sostiene
Zambrano.
El paroxismo de las
convicciones y el prejuicio, la bestialidad de la crueldad, el fondo bestial
del entusiasmo, el dogmatismo a ultranza, el endiosamiento de líderes, la
negación de la realidad y la imposibilidad de ver las opciones, de abrirse, de
escuchar al otro, de establecer un diálogo, definen el fascismo y al fascista. En
Colombia hay parte de estas manifestaciones, mejor dicho, hay prácticas fascistas. Hay propiamente, un proto-fascismo que puede avanzar hacia un fascismo pleno, para convertir al Estado mismo en una máquina infernal al
servicio de los intereses y las convicciones de sus clanes políticos. En este país, con una democracia formal, de escrituras, se han venido
capturando una a una las instituciones. Esa captura busca preventivamente una exculpación frente a los crímenes ya cometidos y, probablemente, ante los futuros.
Es esa actitud ante las
cosas, la vida, la realidad, la que impide al fascismo aceptar la diversidad y
el pluralismo. Éstos son en sí mismos subversivos, pues sus distintitas
cosmovisiones, pareceres, visiones de la realidad, implican, de suyo, un
cuestionamiento al dogmatismo, a la estrechez de miras de un gobierno y sus funcionarios
negacionistas. En Colombia, el odio a la inteligencia se ha materializado en el
seguimiento, la intimidación, el macartismo de la “inteligencia”, y en el
asesinato de cientos de líderes sociales que sostienen el tejido social y con
él la esperanza y las apuestas por formas alternativas y justas de convivir. De
ahí que este proyecto solo podrá detenerse con la visibilización permanente de
estos peligros ante la comunidad internacional, la movilización popular y social,
la cooperación y la creatividad colectiva para darle forma a una democracia
integral que tenga como fundamento la realización plena del individuo, las
comunidades y la dignidad de cada colombiano.
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